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LUIS GARCÍA MONTERO Mi ordenador respira con ansiedad, padece un incómodo temblor de manos, encorva la espalda mientras se mueve y sabe perfectamente que el tiempo le ha vencido de manera prematura en la carrera de la edad. Se le nota en los ojos, en la tristeza gastada de sus pupilas, propia de los que observan los muros finales de la existencia, si un tiempo fuertes ya desmoronados. Por eso me acerco a él con una amabilidad extrema, con mucha paciencia a la hora de manipular mis órdenes, pensando más que nunca los adjetivos, los verbos, y sintiendo en la yema del dedo una inhóspita precipit...

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LUIS GARCÍA MONTERO Mi ordenador respira con ansiedad, padece un incómodo temblor de manos, encorva la espalda mientras se mueve y sabe perfectamente que el tiempo le ha vencido de manera prematura en la carrera de la edad. Se le nota en los ojos, en la tristeza gastada de sus pupilas, propia de los que observan los muros finales de la existencia, si un tiempo fuertes ya desmoronados. Por eso me acerco a él con una amabilidad extrema, con mucha paciencia a la hora de manipular mis órdenes, pensando más que nunca los adjetivos, los verbos, y sintiendo en la yema del dedo una inhóspita precipitación de símbolo cada vez que pulso el punto al final de un párrafo. Nada envejece más rápido que los inventos modernos. En su deslumbrante prisa por conquistar el futuro, los electrodomésticos y los coches nacen ya como una angustiosa intuición del pasado. Las máquinas vanguardistas duran menos que la juventud de un perro, aprenden a saltar sobre los muebles de la casa, ladran cinco o seis veces con energía de cachorros diabólicos y en seguida se convierten en animales pasados de moda, en carne de anticuario, en viejas compañías que buscan para dormir el calor idílico de los recuerdos. Con un desasosiego de prehistoria cercanísima, los tocadiscos viejos y los televisores ampulosos entran en el desván o arrastran una decrepitud cotidiana, enfermiza, de teclas rotas y programas inútiles. Sus descendientes son implacables, no perdonan la miseria melodramática del gigante venido a menos, de la cáscara hueca, del provocador acobardado. Las máquinas adolescentes son crueles con las viejas porque no quieren pensar en el porvenir, en la fragilidad de su futuro. Los partidos políticos españoles tienen algo de electrodomésticos. La verdad es que han envejecido con una angustiosa precipitación, sin tiempo para disfrutar de la esperanza que significaron. Llegan las elecciones y ponen en marcha el dispositivo de las promesas, de las críticas, de los sueños, de los valores que deben defenderse. Pero qué ridículas parecen ya sus exaltaciones, sus mentiras de vieja televisión en desuso, sus insultos de frigoríficos que ya no hacen hielo, sus programas con el embrague muerto. La democracia real fue nuestro sueño durante el subdesarrollo, una esperanza de libertad y autoridad colectiva que los ritmos de la modernidad se han encargado de convertir en un ordenador moribundo. La irresponsabilidad avariciosa de muchos políticos ayudó a su descrédito, pero al margen de ladrones, prevaricadores y calumnias, hay corrupciones más profundas que nos obligan a sostener con una sonrisa triste el antiguo lema de que la soberanía reside en el pueblo. Todos sufrimos la enfermedad de los electrodomésticos viejos. Hace unos años no me hubiera atrevido a confesar estas sensaciones, porque la denuncia de los desarreglos democráticos hubiera servido para justificar el horror de la dictadura, la tentación de un electrodoméstico joven con voluntad salvadora. Hoy sólo existe el peligro inminente de la dejadez, el descrédito definitivo de la política, la abstención mayoritaria. La democracia será el ámbito de una minoría complacida.

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