Editorial:

Primer asalto

BORÍS YELTSIN ha ganado la primera gran batalla de su guerra en dos actos -el segundo comienza el miércoles, cuando la Duma vote a su candidato al cargo de primer ministro- con la Cámara baja del Parlamento ruso, dominada por los comunistas y sus aliados. Contra lo que proclamaban hasta ayer mismo los adversarios políticos del presidente, que llevaban meses esperando este momento, los legisladores rusos no han secundado por mayoría suficiente ninguno de los cinco cargos contra Yeltsin que habrían abierto la vía hacia su más que improbable destitución al frente de la jefatura del Estado, blinda...

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BORÍS YELTSIN ha ganado la primera gran batalla de su guerra en dos actos -el segundo comienza el miércoles, cuando la Duma vote a su candidato al cargo de primer ministro- con la Cámara baja del Parlamento ruso, dominada por los comunistas y sus aliados. Contra lo que proclamaban hasta ayer mismo los adversarios políticos del presidente, que llevaban meses esperando este momento, los legisladores rusos no han secundado por mayoría suficiente ninguno de los cinco cargos contra Yeltsin que habrían abierto la vía hacia su más que improbable destitución al frente de la jefatura del Estado, blindado como está por una Constitución hecha en 1993 a su medida.Está bien que haya sucedido así. Pese a que el hombre que ha ocupado el centro de la historia rusa en esta década ha probado en los últimos años su ineptitud para emplear sus extraordinarios poderes en beneficio de la ciudadanía, pese a su aislamiento político, lo que menos necesita ahora la malherida Rusia son nuevas fuentes de desestabilización. La enfermedad ha transformado a Yeltsin, que se despedirá de la política en junio del 2000, en un personaje impredecible, con control incierto de sus facultades. Pero en su afán por liquidarlo anticipadamente, los comunistas rusos han edificado un inadmisible andamiaje acusatorio. La batería de cargos con que pretendían abrir el camino a su destitución iba desde su responsabilidad en el desmantelamiento de la Unión Soviética hasta el empobrecimiento de los militares y la merma de la capacidad defensiva, pasando por una política económica genocida. Sólo la desastrosa guerra de Chechenia, que Yeltsin desencadenó sin la aprobación del Parlamento, tenía alguna posibilidad de salir adelante ayer. Pero tampoco consiguió los 300 votos necesarios.

La década Yeltsin está acabando en un tobogán impredecible. Rusia sufre un proceso de colapso gradual. La malnutrición está generalizada y sus ciudadanos mueren cada vez más jóvenes. Sucesivos Gobiernos son incapaces de ejercer las funciones mínimas exigibles al Estado, llámense recaudación de impuestos, seguridad ciudadana o protección de los más desfavorecidos. Nada anticipa que el candidato de Yeltsin al cargo de primer ministro, Serguéi Stepashin, un acólito a ultranza cuya mayor hazaña ha sido favorecer en 1994 la aventura militar de Chechenia, vaya a ser capaz de enmendar algo de lo apuntado. Su reinado, por lo demás, será muy breve. En diciembre, a más tardar, habrá elecciones generales en Rusia.

Superada la prueba de ayer, ni en el más favorable de los escenarios está claro qué puede ganar Yeltsin con la crisis desatada esta semana al destituir al primer ministro Primakov, apoyado por los comunistas y quien, pese a sus carencias, había conseguido en ocho meses alguna popularidad, devolver cierta calma al país y asegurarse del FMI la promesa de 4.500 millones de dólares más. El segundo asalto del combate Yeltsin-Parlamento empieza la semana próxima, cuando Stepashin afronte el escrutinio de unos legisladores hostiles para su confirmación como primer ministro. Si la Duma rechaza por tres veces al candidato, Yeltsin deberá disolverla y convocar elecciones. En el caso más rápido no habrá nueva legislatura hasta septiembre, y si ésta fuera más favorable al presidente, hipótesis dudosa, éste no tendría por delante más de nueve meses hasta el final de su mandato.

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Tampoco la alternativa de que Stepashin obtenga la aprobación de unos diputados más atentos a su sueldo que a su trabajo como representantes de la soberanía popular cambiará el signo de la declinante presidencia de Yeltsin. Si el nuevo primer ministro asume el cargo, sus propuestas económicas y sociales llegarán muertas a un Parlamento en el que sus enemigos, aunque humillados, siguen siendo mayoría.

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