Tribuna:

Torería

No es raro que los borbotones de sangre que provocan en las reses los puyazos y las estocadas de la fiesta nacional sean ofrecidos en honor de alguna virgen, de un santo patrono y o en beneficio de alguna causa humanitaria. El asilo de las Hermanitas de los Pobres ha sido muchas veces depositario no sólo de los chuletones de innumerables toros humillados, torturados y sacrificados entre las moscas y el jolgorio sino también favorecido con la recaudación que esta matanza proporciona en taquilla. Cuando la corrida se celebraba por este motivo de caridad se solía llevar a una representación de es...

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No es raro que los borbotones de sangre que provocan en las reses los puyazos y las estocadas de la fiesta nacional sean ofrecidos en honor de alguna virgen, de un santo patrono y o en beneficio de alguna causa humanitaria. El asilo de las Hermanitas de los Pobres ha sido muchas veces depositario no sólo de los chuletones de innumerables toros humillados, torturados y sacrificados entre las moscas y el jolgorio sino también favorecido con la recaudación que esta matanza proporciona en taquilla. Cuando la corrida se celebraba por este motivo de caridad se solía llevar a una representación de estos asilados al tendido vestidos con excelente ropa usada que les cedían los benefactores. Se les veía felices bajo el sol recibiendo el homenaje y algún matador les brindaba el toro. En ese caso un hospiciano se ponía en pie para recoger la montera y al final de la faena la devolvía al torero con un regalo en su interior. Lo lógico era que la consabida pitillera de plata fuera sustituida por un bocadillo de tortilla de patatas tratándose de un menesteroso acostumbrado a la limosna. Este espectáculo sórdido, grimoso, aburrido y hortera de la corrida, bien sea en su versión de sangre, brillantina, excrementos y seda de la plaza de Las Ventas, bien en su modalidad polvorienta e infame de las capeas de pueblo ha servido a menudo para terminar una catedral, redondear las cuentas de un montepío, ayudar a la familia de un torero muerto, entretener la tarde de un ilustre visitante o remediar a las víctimas del terrorismo contemplando al toro contra el colchón del picador bajo el hierro. Como los españoles estamos hechos a esta ignominia no sería extraño que a alguien se le ocurriera este verano llevar a los refugiados de Kosovo a una plaza de toros para rendirles pleitesía con una corrida o con una capea. Esta gente ha llegado hasta aquí huyendo de la crueldad humana. Aunque el horror que ha conocido es de una naturaleza distinta, absolutamente más diabólica, la violencia genérica establece oscuros vasos sanguíneos comunicantes entre sus ramas y es posible que estos infelices no tengan el alma preparada para soportar el espectáculo taurino, ni sepan deslindar aún el arte y el plasma, la belleza y la carne picada. Si a algún mandamás se le pasa por la cabeza organizar una corrida en beneficio de las víctimas de Kosovo se podrá decir que España ha tocado fondo. Se ve venir. Está al llegar.

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