Tribuna:

Tiempos de centro

Celebrada, nunca mejor dicho, la convención, que no congreso, del conservadurismo hispano, la izquierda se aferra a la idea de que no supone más que una operación cosmético-electoral a la caza del progresista incauto. Es cierto que muchos signos abonan tal consideración. La autocomplacencia de los nuevos centristas les permite reinventar sin rubor la historia y proclamarse herederos de la extinta UCD como si ellos no hubiesen tenido nada que ver con su fracaso; o apropiarse del proceso de internacionalización de la economía española como si AP no hubiese sido nota discordante en el consenso so...

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Celebrada, nunca mejor dicho, la convención, que no congreso, del conservadurismo hispano, la izquierda se aferra a la idea de que no supone más que una operación cosmético-electoral a la caza del progresista incauto. Es cierto que muchos signos abonan tal consideración. La autocomplacencia de los nuevos centristas les permite reinventar sin rubor la historia y proclamarse herederos de la extinta UCD como si ellos no hubiesen tenido nada que ver con su fracaso; o apropiarse del proceso de internacionalización de la economía española como si AP no hubiese sido nota discordante en el consenso sobre los Pactos de la Moncloa que la posibilitaron. En esta misma línea, es lógico que asuman por unanimidad ponencias contradictorias o inconcretas donde aparentemente todo se fía a la capacidad de un crecimiento económico sostenido, sin previsión alguna acerca de sus límites. ¡Como si la llegada del PP al poder hubiese eliminado el carácter cíclico de la economía y liquidado las crisis! Tengo para mí, sin embargo, que tales signos encierran algo más que maquillaje electoralista. Así, la nada inocente desvinculación del término "oportunidades" del concepto "igualdad de" revela un intento de legitimar la desigualdad no ya como fruto de las condiciones sociales sino de las personales. Una sociedad que acabará ofreciendo más oportunidades a los mejor colocados. Eso sí, con lenguaje de grandes almacenes, superficial, sin aristas, destinado al consumo masivo e interclasista, o sea adecuado a la progresiva segmentación de una sociedad cuyo concurso se recaba. Por eso mismo aún a los que parezca poco expresiva la defenestración de Álvarez Cascos, no deberían pasarles desapercibidas afirmaciones insólitas en un líder de la derecha española como las de Aznar al decir que "no pueden tomarse como únicos puntos de referencia los valores cristianos (...) ni el ultraliberalismo (...) ni el patriotismo exacerbado". ¡Dios, patria y mercado puestos en cuestión por el líder máximo de la derecha española! Hay más que un cambio de lenguaje. Cuanto menos, un intento de adecuarse a una época en que la aceptación del modelo de sociedad pasa por las urnas, lo cual ya de por sí es histórico en la derecha; cuanto más, el apunte de una arquitectura diferente en la redistribución del poder y las rentas, un modelo de acumulación distinto. Se equivocan, pues, quienes ven en el PP a los herederos del franquismo. Están, claro, pero ni solos ni hegemónicos. Una nueva generación de políticos que en frase de Aznar "no representan lo mismo ni a los mismos" que tiempo atrás, en paralelo a otros sectores hegemónicos en nuestra sociedad. Si los poderes monopólicos negaron el pan y la sal al centrismo dialogante de Suárez en el tránsito a la democracia y a Europa, hoy sus sucesores en la cúspide económica tras la integración en la CEE -no exactamente los mismos- intuyen el coste social de una versión dura del conservadurismo apostando, como otro político de la derecha europea, Balladur, por "consenso" entre los integrados en el sistema y el mantenimiento de un Estado del Bienestar limitado a los excluidos a fin de no ofender la moral social y garantizar la estabilidad. Entraña riesgos este viaje, pese a todo. No es fácil reivindicar a Fraga y a Blair al mismo tiempo sin cambiar talantes, actitudes e incluso ideología. Las heridas que producirían entre los dinosaurios de la derecha podrían generar, como le ocurriera a la UCD, una crisis orgánica, es decir una situación en que sectores tradicionales de la derecha no se identificasen con su nueva expresión política partidista. Y si, por el contrario, fuera todo cambio de fachada sin correlato en los modos de gobernar, la contradicción daría lugar a una crisis de representación, a que fuesen los electores quienes no reconociesen tan publicitado viraje al centro al pervivir esos modos excluyentes de que con frecuencia hace uso el partido gobernante. Para transmitir que se acepta el pluralismo y se reduce el ámbito de las exclusiones hace falta algo más que el control de los medios de comunicación. Es el precio de una apuesta en la que, por lo demás, anda implicada casi toda la derecha europea. Este es el flanco que pretende debilitar la izquierda al denunciar la estrategia como maquillaje o fraude, pero no serán sus denuncias las que lo consigan, sino la propia dificultad de articular una clientela social mayoritaria en torno a un modelo de acumulación que empieza a presentar ya los signos de insolidaridad que encierran las ponencias aprobadas este pasado fin de semana: la sobreexplotación de los jóvenes con contratos leoninos; el deterioro progresivo de algunos servicios públicos en especial los más redistributivos como sanidad o educación; y hasta el perceptible aumento de la delincuencia... son ejemplos de la dualización creciente de esta sociedad. No es ocioso añadir que al dudar del éxito de las críticas de la izquierda no estoy negando su función de identificar los contenidos del modelo conservador, los instrumentos mediante los que intenta articular su clientela o las alternativas que propone. Estoy recogiendo lo que es una percepción generalizada. Un comunismo ligado a estrategia de conflicto sin mediación ni alternativa y un socialismo cuyo empeño en guerras cainitas resta la credibilidad exigible a quienes están obligados a ofrecer y articular la solidaridad. Escaso bagaje para tarea tan pertinente.

Joaquín Azagra es profesor de Historia Económica de la Universidad de Valencia.

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