Tribuna:

La década Anguita

En la historia del comunismo español, Julio Anguita se ha ganado el epónimo a pulso. Llegó a la secretaría general del PCE en 1988, rodeado de grandes expectativas, a favor de la renuncia de Nicolás Sartorius y del temor a que ocupara el cargo Francisco Frutos. Parecía un hombre culto, que exhibía sus lecturas de Gramsci al lado de su ejecutoria como alcalde eficaz de Córdoba, y de él cabía esperar en consecuencia una profundización de la política de agrupamiento de la izquierda que puso en marcha su predecesor Gerardo Iglesias. Fueron esperanzas pronto disipadas. Una vez al frente del partido...

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En la historia del comunismo español, Julio Anguita se ha ganado el epónimo a pulso. Llegó a la secretaría general del PCE en 1988, rodeado de grandes expectativas, a favor de la renuncia de Nicolás Sartorius y del temor a que ocupara el cargo Francisco Frutos. Parecía un hombre culto, que exhibía sus lecturas de Gramsci al lado de su ejecutoria como alcalde eficaz de Córdoba, y de él cabía esperar en consecuencia una profundización de la política de agrupamiento de la izquierda que puso en marcha su predecesor Gerardo Iglesias. Fueron esperanzas pronto disipadas. Una vez al frente del partido, Anguita empezó a referirse en sus entrevistas concedidas a la televisión a una "familia comunista" de la que formaban parte personajes indigestos como Cunhal y Ceaucescu, mientras el comunismo italiano era definido como cosa de florentinos maquiavélicos. Tomó pronto el gusto a visitar las embajadas de los países del Este y fue a pasar sus primeras vacaciones en el cargo a Crimea, como en los mejores tiempos. Reanudó las relaciones con el PC checoeslovaco, restañando así las más saludables heridas de la historia del PCE: las producidas por la oposición tajante a la invasión de Praga en 1968. Y volvió a hablar de "construcción del socialismo", entendida como afirmación de una alternativa política que tras alcanzar el poder, en un tiempo indeterminado, aplasta sin contemplaciones a la burguesía descontenta. En resumen, la gente de izquierda fue a dar, no con un discípulo de Gramsci, sino con una extraña mezcla de Savonarola y de Marta Harnecker, es decir, con un marxismo primario y dogmático injertado sobre el tronco de una mentalidad maniquea, forjada en un medio familiar de la derecha militar y católica.Las limitaciones intelectuales y de carácter, visibles en Gerardo Iglesias, habían frustrado su ensayo. Ahora a Anguita le venían las cosas dadas, con el giro que representa la huelga general de diciembre de 1988. El espacio político comunista se recuperaba de la autodestrucción propiciada por Carrillo en 1981, gracias a las siglas IU, en tanto que la coalición iba perdiendo su carácter de nueva formación política en germen para convertirse en instrumento y máscara del PCE, lo contrario de lo que pensaron sus fundadores. A falta de ideas y de análisis, Anguita contaba con un discurso repetitivo, cargado de seguridad en sus proposiciones por inanes que éstas fueran; era la estampa de un maestro seguro de sí mismo en la figura y el gesto, por encima de la patética limitación de sus conocimientos. Todo tajante y simple, como la doctrina de las dos orillas, con el trasfondo mesiánico que arroja los propios errores sobre la espalda de los adversarios. Que rectifiquen ellos. Izquierda Unida pasó a ser de este modo un bastión del malestar social, enfrentado a todos, al capitalismo en general, pero de modo especial a los demás componentes de la izquierda, incluido el sindicato Comisiones Obreras, y también lógicamente al PSOE.

Con la intransigencia propia de un cristiano de los primeros siglos, Anguita logra así uno de sus resultados más espectaculares tras las elecciones administrativas de 1995: siendo la izquierda mayoritaria, la gestión de las capitales andaluzas y de Asturias pasa al PP. No importa, ya que el círculo del malestar garantiza la permanencia en términos electorales del ghetto por él mismo diseñado.

En este recorrido político no puede decirse que su sucesor Paco Frutos aporte otra cosa que unas señas de identidad leninistas, limpias al menos del mesianismo de Anguita. Frutos ha dirigido la organización del PCE y en los últimos años, a falta de condiciones para la destrucción del capitalismo, dirigió con tenacidad otra destrucción, la de los reductos democráticos en la constelación de IU, depurándola primero de Nueva Izquierda (a la que empujó a su alianza subalterna con el PSOE), luego dinamitando desde dentro a Iniciativa per Catalunya, y por fin, tras este Congreso del PCE, proponiéndose la conquista de CCOO. Frutos busca una conjugación del leninismo, con el sindicato como correa de transmisión, y de un bakuninismo instrumental, con las secciones sindicales del PCE en el papel de FAI que desde dentro se hace con la central Comisiones. La única esperanza reside en que, como buen heredero de la III Internacional, sea más sensible que Anguita a la exigencia de alianzas con el PSOE para salvar la propia piel de líder. Balance trágico, si pensamos en lo que representó históricamente el PCE entre 1936 y 1981.

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