La chica del flequillo

JULIO A. MÁNEZ Fue a principios de los años sesenta, y algunas de sus aportaciones todavía se recuerdan desde una actitud que oscila entre el estupor y la devoción admirativa. Un puñado de críticos cinematográficos agrupados en las páginas de la revista Cahiers du Cinéma se decidió a dar el paso que cambiaría para siempre la orientación del cine francés: a partir de ahora, realizarían sus propias películas, hartos de criticar a Sacha Guitry y de soportar las melosidades literarias de Marcel Pagnol, Jean Cocteau y compañía. La ruptura fue de tal calibre que, para muchos, parte de las películas...

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JULIO A. MÁNEZ Fue a principios de los años sesenta, y algunas de sus aportaciones todavía se recuerdan desde una actitud que oscila entre el estupor y la devoción admirativa. Un puñado de críticos cinematográficos agrupados en las páginas de la revista Cahiers du Cinéma se decidió a dar el paso que cambiaría para siempre la orientación del cine francés: a partir de ahora, realizarían sus propias películas, hartos de criticar a Sacha Guitry y de soportar las melosidades literarias de Marcel Pagnol, Jean Cocteau y compañía. La ruptura fue de tal calibre que, para muchos, parte de las películas que hicieron resultan aún hoy totalmente incomprensibles. Del grupo, capitaneado por Jean Luc Godard y François Truffaut, grandes admiradors de la eficacia del cine clásico de Hollywood y de Roberto Rossellini, formaban parte también cineastas como Chris Marker, entregado a la veracidad documental, Jacques Rivette, situado entre la fantasía y el docudrama, Louis Malle, que pronto iniciaría una poderosa carrera en Estados Unidos, Claude Chabrol, refugiado en los dramas rurales de la Francia profunda, Alain Resnais, empeñado en la indagación antropológica sobre la memoria y la repetición, y una jovencísima Agnés Varda. A las películas fundacionales de la nouvelle vague, como Los primos, El bello Sergio, Los cuatrocientos golpes o, sobre todo, Al final de la escapada, pronto se uniría una historia de apariencia simple pero repleta de recovecos, que constituía la presentación en esa estimulante sociedad de la chica del flequillo: Cleo, de cinco a siete. El impacto del conjunto fue tal que hasta Sartre y Simone de Beauvoir, en comandita como siempre, lo recordaban con alegría en los últimos años de sus vidas. Si algo distinguía esa primera aportación de Agnés Varda (de quien se ha presentado en la Mostra, como proyección especial, su película La felicidad) del frenesí experimentalista de sus compañeros, era una delicada propensión al lirismo, tal vez más femenino que feminista, quién sabe si obligada ante la abrumadora mayoría de varones en la nómina de los nuevos realizadores. Una historia sencilla, que luego ha sido muy frecuentada (una mujer acude a una revisión médica que puede resultarle fatal, y deambula durante dos horas por las calles de París en espera del resultado) le servía a la Varda para una crónica de lo cotidiano donde las ganas de vivir se sustentaban en el apego a esos aspectos de lo inmediato que tan a menudo pasan desapercibidos. Carente de toda pretensión mensajística, que para eso ya están los servicios de correos, la película rebosaba de la frescura inédita de quien acierta a proporcionar una mirada distinta a los problemas de siempre. La carrera de Agnés Varda, siempre con su flequillo a cuestas envuelto en sus grandes ojos, ha sido tan irregular como imprescindible. Es la mirada femenina que envidia en secreto la mayoría de los hombres. Es la mirada, y basta.

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