Tribuna:

Turistas

En muchos de los pueblos marineros de Andalucía se han levantado monumentos en homenaje a los pescadores. Cuerpos ideales, desnudos de cintura para arriba, expresan un amor helénico y cernudiano a los héroes del mar, precisamente en una época poco propicia para las actividades pesqueras. Las redes tradicionales pierden importancia a golpes de realidad, entre mares agotados y detenciones remotas. Como ocurrió con los dioses clásicos, los pescadores necesitan desaparecer en la realidad para existir poéticamente, y a ningún escultor municipal se le ocurre ofrecer la estatua ojerosa de un marinero...

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En muchos de los pueblos marineros de Andalucía se han levantado monumentos en homenaje a los pescadores. Cuerpos ideales, desnudos de cintura para arriba, expresan un amor helénico y cernudiano a los héroes del mar, precisamente en una época poco propicia para las actividades pesqueras. Las redes tradicionales pierden importancia a golpes de realidad, entre mares agotados y detenciones remotas. Como ocurrió con los dioses clásicos, los pescadores necesitan desaparecer en la realidad para existir poéticamente, y a ningún escultor municipal se le ocurre ofrecer la estatua ojerosa de un marinero detenido en Gambia o de una barca muerta, de aparejos oxidados, completamente olvidada entre las sombrillas de los bañistas y las sombras multitudinarias de los rascacielos. Resulta extraño que los ayuntamientos costeros de Andalucía no se decidan a levantar grandes monumentos en homenaje al turista, único impulsor de nuestra vida económica, según los designios del futuro europeo. Aparte de la justicia histórica de esta decisión, los monumentos al turista supondrían una contribución estimable a la cultura plástica, porque por primera vez, después de muchos años, los artistas oficiales se verían obligados a pensar. ¿Cómo se puede representar al turista ideal? ¿Cómo transformar el símbolo espiritual a un personaje que existe todavía? ¿Cómo unir la belleza con el olor a Visa, pescado frito y atasco callejero? Es curiosa la mala fama que tienen los turistas entre los intelectuales, cuando son los únicos que se han tomado en serio las metáforas del pensamiento moderno. Familias enteras acaban sudando en la multitud de las orillas o en las colas de los restaurantes por culpa de un insaciable deseo poético de soledad. Frente a la vida rutinaria de las ciudades, apesumbrados por el fracaso trágico de la razón, los artistas decimonónicos idearon la leyenda del viaje y del mar, fijaron su plenitud solitaria en la lejanía y en la arena de las playas. En cuanto han conseguido un poco de dinero, las masas orientales y occidentales han intentado vivir el sueño de sus poetas. Acaban entre el gentío vociferante de las playas por odio al gentío, desembocan en las muchedumbres por defender las banderas de la individualidad. Y es que la Historia parece una agencia de viajes que traza, con un patrón común y multitudinario, los paradigmas de la originalidad. Por eso existe una figura todavía más patética que la del turista misántropo en medio del rebaño. Me refiero al intelectual narciso que intenta definirse como viajero, manteniendo la nostalgia de unas soledades que eran fruto del señoritismo y la miseria colectiva. Para escribir hoy algo interesante hay que saber guardar cola. Los viajeros narcisos son turistas del pensamiento, se fotografían delante de su dignidad ridícula como los japoneses en el aeropuerto al que acaban de llegar. El mundo se divide en turistas y muertos de hambre. El viaje, maldito sea, sólo es posible a través de esos países tercermundistas que los norteamericanos bombardean cada vez que necesitan olvidar los escándalos ridículos de un presidente mujeriego.

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