Tribuna:

Eternidad de agosto

Todos luchan por la eternidad; no existe, probablemente, pero es el motivo y el norte,la justificación de todas las batallas, la madre de cualquier guerra. Los que pelean en Irlanda del Norte tienen la eternidad como objetivo y como frontera; esperan grandes cosas del otro lado de la vida y, mientras tanto, en éste, unos y otros se llenan de orgullo para tapar el orgullo ajeno, y ya llevan todas las edades de las que se tiene recuerdo perdiendo la vida para hacer eterna la vida y la patria. Los que se matan en torno a Jerusalén también pelean por el dominio de la eternidad allí donde también s...

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Todos luchan por la eternidad; no existe, probablemente, pero es el motivo y el norte,la justificación de todas las batallas, la madre de cualquier guerra. Los que pelean en Irlanda del Norte tienen la eternidad como objetivo y como frontera; esperan grandes cosas del otro lado de la vida y, mientras tanto, en éste, unos y otros se llenan de orgullo para tapar el orgullo ajeno, y ya llevan todas las edades de las que se tiene recuerdo perdiendo la vida para hacer eterna la vida y la patria. Los que se matan en torno a Jerusalén también pelean por el dominio de la eternidad allí donde también se inventó; no han avanzado ni un paso desde que empezaron a odiarse, y se odian tanto que ni se ven ni pueden verse, invisibles ciudadanos del mismo polvo del desierto. Y los que tiran bombas en África lo hacen contra la eternidad de otros, en favor de su propia eternidad, espoleados por el fanatismo y por otras formas de la desesperación humana, mezclada siempre con el resplandor, lejano, irreal y autoritario, de los dioses del cielo y de la tierra. En la Yugoslavia rota hay miles de eternidades escindidas por las que rezan, muriendo, seres que huyen de la eternidad verdadera, que es la del sufrimiento sin casa ni banderas, el sufrimiento eterno en esta tierra; el odio saltó de pronto en Yugoslavia como si fuera el ojo de la guerra, un vómito de fuego, y se quemó la tierra de tanto odio; ahora ya no hay nada, o casi nada, y ése es el dibujo con el que se presenta la sudorosa eternidad entre nosotros y en la tierra. En la televisión ponen la bandera de la miseria en la cara de unos niños a los que se come la inmediatez de las moscas, la bandera sin color ni eternidad del hambre en Sudán. O en Ruanda. Aquí al lado. África somos todos, como la eternidad que pasa, indiferente, por encima de los meses que quedan para cumplir con la eternidad de cada uno; el hambre, el sol, la nada, al final de una humanidad que no tiene agua a la que asirse, aire con el que seguir respirando, esperanza de hallar una mano al otro lado. Una fuente, pan. Y lo que encuentran es eternidad, banderas. La guerra es la destrucción de la eternidad ajena a favor -tantas veces- de un patriotismo sudoroso que tiene como porvenir, también, la preservación de la eternidad propia, la que está rodeada por la tierra en la que se asienta la bandera de los que pretenden hacer eterno su espíritu, su color o su credo. Una bandera sudorosa y transparente de los Estados Unidos abre y cierra la última película de guerra de Steven Spielberg, Saving private Ryan. En medio, una lucha encarnizada y maloliente como la guerra misma convierte la batalla no sólo en un símbolo, sino en un espectáculo retrospectivo del que los hombres sólo aprendieron a matarse mejor. En medio de ambas eternidades, la bandera llevada por el viento de la respiración de los héroes muertos redujo a metáfora miles de cadáveres que se llevaron su sueño de eternidad como se acaban los juguetes rotos cuando ya les llega la edad que les convierte en pasado.

Aquí, en España, tuvimos nuestras eternidades enfrentadas. Después hubo la voluntad de enterrar el hacha. Por fin sobresalió una sola bandera que se defendió a sí misma -y con las armas, recuérdese- como si fuera única, al menos hasta que tuvo que resignarse -a guardar las armas- para ver cómo se multiplicaban las banderas; y hoy las cortan en tiritas en las inauguraciones incluso los que juraban que morirían defendiendo la bandera, la única bandera, la eternidad de todos, la única eternidad. Ahora tenemos una eternidad llena de banderas. Porque después del largo fascismo innumerable, aquí se multiplicaron las ambiciones nacionales y todas las eternidades españolas tienen ya su bandera. Por reivindicar sus banderas -¿recuerdan, en aquellos agostos, las ilimitadas guerras de banderas, cuántos muertos entonces?- pasaron a la eternidad, precisamente, conciudadanos nuestros que hoy se subirían sin problema de morir -el problema de morir, tan insistente- a los podios desde los que actualmente flamean eternidades al fin y al cabo más tranquilas. En otros lugares -es un consuelo; un consuelo más no importa- la ecuación eternidades/muerte nos gana por muchos puntos. La eternidad es una bandera. La bandera con la que se tapa la cabeza el tiempo.

Todos tienen la eternidad en la cabeza, como un tumor o como un sueño. Vivir siempre. Vivir eternamente: ser recordado, compartir el cielo, vivir en la gloria, eso se cree que es la eternidad, y los países las ponen en sus símbolos de tela o en sus símbolos de música: quieren vivir para siempre; la eternidad es la ambición de su himno. Los escudos de los equipos de fútbol están adornados ahora con las insignias de las grandes marcas, y aun así, reciben en los estadios los honores del himno. La eternidad es una bandera del tiempo. El infierno tiene tiempo y éste también se llama eternidad. Por otra parte, si la eternidad dispusiera de un mes para manifestarse en el mundo vacío, estruendoso y rápido de nuestros días, este mes sería el mes de agosto. La estación idiota, dicen los periodistas británicos. El mes en el que todo cambia para que todo permanezca como fue. El mes de la esperanza: una parada de autobús vacío en medio de un desierto. El tiempo de espera, la época tórrida de la esperanza. La mitad de la vida en el mes octavo.

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La eternidad es el tiempo que nunca sucede, y agosto hace sentir que no vendrá otro mes, ni otro tiempo, que aquí se detiene el aire. Parece el mes de la tregua. Y, sin embargo, no hay respiro en agosto; la maquinaria del estruendo sigue rompiendo desde abajo la vieja quietud eterna del verano, y seguirá pasando, porque el tiempo, el tiempo real, el que manejan los humanos, precipita la injusticia, el malestar de los débiles, los que están más cerca del final del tiempo: del final de la historia están cerca los poderosos. Los débiles sólo tienen tiempo: se les quitó la historia. Decía Ángel Ganivet, que murió de suicidio y de frío en un río de Finlandia, que si un día se movieran los de abajo iban a caer con estrépito los de arriba, y eso es lo que se siente cuando retumban las bombas y las noticias que desde África desafían la eternidad de agosto en el mundo.

De pronto la siesta convencional de la vida se remueve como si el sueño hubiera estado hecho de pesadilla. Es la pesadez de las moscas que de pronto dejan de ser simplemente el picoteo lejano de un continente que se muere de sed, y de hambre, y las moscas se acercan al televisor, entran en la sala, empiezan a romper el sueño occidental de agosto. El continente seco y sudoroso, sediento y sin esperanza, ya no ésta sólo en los telediarios; se multiplica como un símbolo y está parado en los semáforos de Europa y de Estados Unidos, con un paquete de kleenex o con una jeringuilla, pidiendo algo de comer, un penique, un franco francés, un centavo de dólar, tiempo para llegar cuanto antes a su eternidad propia, por lo menos a la pobre, elemental, eternidad del derecho a vivir.

Eternidad de agosto. Los meses tienen la mitología que les dan los hombres, a veces los meses son comestibles; porque en su curso se celebran cazas o pescas cuyos resultados son célebres; pero a los meses les pusieron apellidos ilustres los revolucionarios franceses, y ya los meses significan además acontecimientos, festividades, e incluso ideas, conmemoraciones u olvido; en esa relación agosto aspira a ser el mes del olvido. Los meses son partes de la eternidad. Las estaciones son apeaderos que ha creado la mortalidad para que la gente se acostumbre a terminar: todo se acaba, como los viajes, y si no hubiera sol y luego nubes y después tormenta y finalmente cierta bonanza primaveral que presagia de nuevo el sol, y así sucesivamente, el hombre se desesperaría añorando el final del tiempo, la ruptura de la eternidad de cristal que sería la vida sin fin: la vida sin fin.

Decía T. S. Eliot que abril es el mes más cruel, y sólo decía así el poeta una metáfora sobre un mes que sin duda él veía venir con su crueldad de lilas; pero abril es un mes cualquiera en el que las flores surgen de la nieve o del frío y viven, también, la ilusión de la eternidad; Jorge Guillén escribió que el mundo estaba bien hecho, e hizo esos versos, en realidad, porque acababa de disfrutar de una maravillosa siesta que lo puso todo en su sitio, y en ese instante ya celebrado por la poesía del siglo él creyó cumplir su ambición de eternidad. Otros, poetas o no, habrán tenido o tendrán sus propios meses crueles, sus banderas rotas, su tiempo interrumpido, e incluso su ilusión de eternidad. La eternidad en la tierra, por cierto, se parece a la fama, pero éste es un engaño aún más sibilino de la eternidad: acaba antes.

Lo que hace la existencia misma de las estaciones es preparar al hombre para su propia muerte: sería terrible un tiempo suspendido e igual, un largo mes de domingos soleados. En mi tierra, Canarias, se tuvo una vez la necesidad de un eslogan para celebrar su clima benigno y similar de todo el año, y se inventó uno que nos condenaba a la primavera eterna. La cursilería que había tras el fondo de nubes azules de este reclamo se ha ido diluyendo ante la existencia evidente de nubes, sombra, diluvios, torrenteras -corren los barrancos, no tenemos ríos: eso nos da una idea aún más diluida del tiempo- que convierten esa eternidad de almanaque en una metáfora menor, en una cuestión de negocio. Decía Leonardo Sciascia que la felicidad es un instante, como la risa de un niño cuando está solo y se transmite a sí mismo la posible alegría de vivir: no dura más la eternidad, pero se ha vendido mejor.

En la nueva película de Spielberg la eternidad dura el suspiro de la guerra. Es tan violenta la manifestación de fervor de los soldados en el filme que la sangre que queda en el campo de batalla parece el resto de un grito, una huella, al fin y al cabo, de la eternidad instantánea, una despedida involuntaria en medio de una enorme algarabía; el superviviente, el soldado Ryan, al que intentan salvar de la guerra, le dice entre lágrimas a su mujer, ya en el tiempo final de la vida, tantos años después del desembarco en la playa de Omaha, ante la tumba de su salvador: "Dime al menos que he merecido seguir vivo". La eternidad es esa esperanza: que haya merecido la pena estar aquí. En una película mucho más memorable, y también de la guerra, La gran ilusión, de Jean Renoir, los soldados que tratan de esquivar la bota alemana no le plantean tal desafío a la eternidad de la guerra o de la vida: sólo quieren llegar a las nieves de Suiza, donde las armas (aunque no los bancos) siempre fueron neutrales. En esa búsqueda hallaron la blancura inmaculada y libre de un país que sólo le descubrió al siglo, o eso al menos dijo Graham Greene, el reloj de cuco.

A veces, corriendo por la eternidad de agosto, los hombres parecen ansiar un destino así sobre la nieve. Fuera del tiempo, estar en medio de la eternidad sin banderas de un país que no hubiera inventado ni siquiera el tiempo.

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