Ricardo Muñoz Suay en el Rialto

Leídas, las iniciales de Ricardo Muñoz Suay se parecen a uno de esos juegos infantiles que rememora Fellini en Ocho y medio, película que tanto le gustaba a Ricardo, donde Asanisimasa era un ánima disfrazada de secreto compartido por la repetición de la terminación sa al final de cada una de sus sílabas iniciales. También, a su manera, Muñoz Suay disponía de un lenguaje secreto, de una especie de prosa oblicua forjada en el estrépito de muchos años de combate que tenía, entre otras, la virtud de espantar a más de uno. Muchas veces desarmaba a sus interlocutores por la feroz rapidez de sus répl...

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Leídas, las iniciales de Ricardo Muñoz Suay se parecen a uno de esos juegos infantiles que rememora Fellini en Ocho y medio, película que tanto le gustaba a Ricardo, donde Asanisimasa era un ánima disfrazada de secreto compartido por la repetición de la terminación sa al final de cada una de sus sílabas iniciales. También, a su manera, Muñoz Suay disponía de un lenguaje secreto, de una especie de prosa oblicua forjada en el estrépito de muchos años de combate que tenía, entre otras, la virtud de espantar a más de uno. Muchas veces desarmaba a sus interlocutores por la feroz rapidez de sus réplicas, donde la agresividad coexistía con una exactitud punzante que dejaba a su oponente literalmente con lo puesto. A esa característica terrible debe parte del lado oscuro de su fama, ya que el presuntuoso jamás olvida el instante preciso en que fue desenmascarado en público y para siempre de una sola estocada. Se hizo así, aunque también por otras razones, muchos enemigos, tantos como estaba seguro de poder afrontar sin padecer a cambio grandes pérdidas, llevado de una actitud que tenía el talento de seleccionar el lado estúpido de sus adversarios para masacrarlos con sus invectivas. Siempre tuve para mi que esos alardes de gruñón constituían un auténtico dispositivo de defensa destinado a salvaguardar la intimidad emocional de Ricardo, persuadido no tanto de que la mejor defensa es un buen ataque como de la necesidad de mantener alejados a esos personajillos que le bailaban el agua y que más pronto que tarde habrían de defraudarlo. Ahora hace un año de la inesperada muerte de R.M.S., y así como entonces me negué a escribir nada en su memoria, quiero ahora sugerir que la docena de años que vivió en Valencia contribuyó en buena medida a estimular la vida cultural de una ciudad por entonces prácticamente huérfana de cascarrabias con solera. Yo le conocí una noche en Calcatta, en una fiesta que algo tenía que ver con la Mostra de Cinema, y ya su primer saludo afectuoso fue una elaborada agresión envuelta en maneras exquisitas, así que me dije que no haría este hombre grandes amistades entre nosotros con sus tácticas de calamar cauteloso. Me equivoqué, como es natural, y poco después comimos en una bar donde, después de los tanteos de rigor, tuvimos una conversación que con cierto optimismo puede considerarse como normal. Ricardo escuchaba mirándote a los ojos, por su mirada cruzaba una sombra de impaciencia cada vez que adivinaba el final de una frase que nunca osaba interrumpir, y al hablar sus ojos se perdían en el interior de su cabeza para volver a mirarte al concluir un periodo, como quien comprueba con recelo la frecuencia de una posible sintonía. Algo más tarde, me marché a Bruselas para seguir un curso de guión y al despedirme de Ricardo supe que seríamos amigos, aunque sólo sea porque era una de las pocas personas que hablaba con las comas, los puntos y los punto y coma en su sitio, algo infrecuente en una ciudad tan valenciana. La ubicación cultural de Muñoz Suay entre nosotros resulta incomprensible si se olvida que venía de frecuentar a Buñuel o Rosi casi cada día, que en Barcelona desayunaba con Marsé, almorzaba con Vargas Llosa y cenaba con García Márquez. Tuvo que resultarle muy duro, y el sabrá por qué lo hizo, apechugar aquí con una fauna local que, salvo muy contadas excepciones, oscilaba entre el cantamañanismo cultural y el enroque cartelario en defensa de quién sabe qué derechos adquiridos. La mezcla de todo ello con cierto poder decisorio en la gestión de algunos proyectos culturales provocó esa situación fatal en la que los excluídos asumen el papel de enemigos mientras que los que aspiran a resultar favorecidos revolotean a su alrededor para obtener su beneficio. Circunstancia muy humana, siempre que se admita que la conducta miserable también rebosa humanidad. En esa mezquina historia local de la infamia hubo muchos sujetos con méritos suficientes para obtener podio, aunque conviene destacar el chantaje del noestalinismo reconstituído que jugaba a descalificar a Ricardo por estalinista auténtico a fin de hacerse con la mejor esquina junto a la entrada de la entonces socialista Consejería de Cultura. Debe tratarse de un rasgo de carácter, ya que ahora hacen algo parecido desde los despachos. Creo que Muñoz Suay se vió así enredado en disputas engorrosas que le forzaban a definirse una y otra vez sobre cuestiones desprovistas de atractivo, y me parece que en esa pérdida estéril de energías está el origen del desarrollo de un cierto sadismo atenuado que a veces se confunde con la tarea autodestructiva. En cualquier caso, y pese a la catadura de un lastre semejante y de los sujetos que lo acumulaban, está fuera de duda que el trabajo de R.M.S. al frente de la filmoteca y en su breve etapa como director del extinto IVAECM fue de los que crean los cimientos precisos, y por sus pasos contados, de una infraestructura cultural que no por estar centrada en un amplio segmento de las artes de la representación deja de tener su efecto multiplicador sobre otras manifestaciones de la cultura ciudadana. Es una constatación necesaria cuando ciertos matones infautados que mejor harían en callarse por su tenebrosa intervención en asuntos como este se permiten aconsejar pública y, desde luego, desinteresadamente, al nuevo director de la Filmoteca a cuenta de la orientación a seguir por el recién creado Instituto de Cinematografía. Porque nada contribuiría más a profundizar el trabajo emprendido por R.M.S. que el desdén hacia las mafias locales que toman la gestión institucional de la cultura como banderín de enganche para esquilmar en lo que buenamente puedan los presupuestos generales del Estado. Una habilidad que, por cierto, jamás tuvo Ricardo.

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