Tribuna:

UN INSTANTE DE FELICIDAD Autopista de Palafolls

De Barcelona a Palafolls hay 60 kilómetros de autopista. Hace cuatro años no existían. Ni existía Palafolls. Ni el mar de Arenys que hoy aparece tras dejar la autopista, al fondo de un pasillo de cipreses. Los caminos inventan los lugares tanto como los destruyen: el tren y la carretera acabaron con el Maresme y la posibilidad de un fluido, constante, suave, adormecedor, de tierras bajas; con el ideal de un crecimiento menos sanguinario. La autopista devuelve a este paisaje parte de su razón perdida. Es extraño. El territorio en España sólo tiene dos opciones: la ruina de la urbanización o la...

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De Barcelona a Palafolls hay 60 kilómetros de autopista. Hace cuatro años no existían. Ni existía Palafolls. Ni el mar de Arenys que hoy aparece tras dejar la autopista, al fondo de un pasillo de cipreses. Los caminos inventan los lugares tanto como los destruyen: el tren y la carretera acabaron con el Maresme y la posibilidad de un fluido, constante, suave, adormecedor, de tierras bajas; con el ideal de un crecimiento menos sanguinario. La autopista devuelve a este paisaje parte de su razón perdida. Es extraño. El territorio en España sólo tiene dos opciones: la ruina de la urbanización o la ruina de la naturaleza. O manda la brutalidad arquitectónica o manda la brutalidad mineral, animal y botánica. La primera condición de un paraíso es que se llegue a través de una carretera bien trazada, limpia, segura, iluminada. Lo demás son mortificaciones de boy-scout, sectarias penitencias. Felicidad se detiene en un arcén muy próximo a una estación de peaje. Un golpe de mar se le clava en los ojos. A su espalda, los coches se deslizan por una superficie silenciosa y compacta: un pellizco de chelo cada rueda en el asfalto. Autopista A-19. Barcelona-Pallafols.

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