Tribuna:

Agosto

Decía el Conde de Romanones que Madrid en agosto, con dinero y sin familia, era como Baden-Baden. Cuando el turismo o el veraneo, como se llamaba entonces, apenas eran privilegio de unas clases escogidas, el aristócrata que fuera alcalde de la capital española y presidente del gobierno ya advertía de las ventajas de navegar a contracorriente a la hora de disfrutar de las vacaciones. Con la misma sorna que Romanones, una amiga sostiene que marcharse de viaje en agosto resulta una vulgaridad. Pero al margen de las opiniones elitistas, lo bien cierto es que millones de personas escapan, cual alma...

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Decía el Conde de Romanones que Madrid en agosto, con dinero y sin familia, era como Baden-Baden. Cuando el turismo o el veraneo, como se llamaba entonces, apenas eran privilegio de unas clases escogidas, el aristócrata que fuera alcalde de la capital española y presidente del gobierno ya advertía de las ventajas de navegar a contracorriente a la hora de disfrutar de las vacaciones. Con la misma sorna que Romanones, una amiga sostiene que marcharse de viaje en agosto resulta una vulgaridad. Pero al margen de las opiniones elitistas, lo bien cierto es que millones de personas escapan, cual almas que lleva el diablo, en cuanto la página del calendario dobla julio y enfila agosto. Algunos no tienen más remedio que elegir este mes, otros prefieren -aunque parezca mentira- sustituir las aglomeraciones de sus ciudades en invierno por los agobios de las playas atestadas en verano. Los hay, en fin, que practican ese gregarismo de seguir a las multitudes allá donde vayan. Mes extraño donde los haya, agosto crea un espejismo obsesivo donde parece que todo queda en suspenso, en un somnoliento paréntesis, cuando en realidad las gentes, los problemas o las ilusiones no cambian, sino tan solo se desplazan. Pero el político llevaba la razón al descubrir los encantos de las ciudades cuando todos han huido. No se trata únicamente de los placeres de una urbes sin apenas tráfico, silenciosas y amables, que recuperan un ambiente perdido. Un paseo al atardecer por la Valencia de agosto descubre una ciudad escondida. Fachadas modernistas, jardines decimonónicos o niños jugando en las plazas se muestran ante ese variopinto vecindario de ancianos, vagabundos, turistas o trabajadores de guardia que habita las capitales durante estas semanas del estío. Ajenos a muchas obligaciones, resguardándose del implacable sol durante las horas centrales del día, saliendo "a tomar la fresca" cuando se despliega la noche y recuperando el placer de la tertulia en la calle, los agosteños demuestran que a veces la mejor forma de huir es no moverse.

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