Canto al cuerpo eléctrico

La joven se balanceaba bajo los plátanos suspendida en el abismo de las altas plataformas de sus zapatos. Corrían parejos la música electrónica y un delicioso airecillo: techno brisa. De repente, la melodía pegó un subidón, bum-bum, los árboles se estremecieron hasta lo más hondo de su ser vegetal y la chica botó como sacudida por un desfibrilador. A punto estuvo de caer de los zapatos: una caída seguramente mortal. Pero ya la música volvía a ser una onda suave y profunda con senos abisales y frecuencia de masaje cardiaco. Un gusto, ah. La joven se prendió ahí y siguió balanceándose, ajena a u...

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La joven se balanceaba bajo los plátanos suspendida en el abismo de las altas plataformas de sus zapatos. Corrían parejos la música electrónica y un delicioso airecillo: techno brisa. De repente, la melodía pegó un subidón, bum-bum, los árboles se estremecieron hasta lo más hondo de su ser vegetal y la chica botó como sacudida por un desfibrilador. A punto estuvo de caer de los zapatos: una caída seguramente mortal. Pero ya la música volvía a ser una onda suave y profunda con senos abisales y frecuencia de masaje cardiaco. Un gusto, ah. La joven se prendió ahí y siguió balanceándose, ajena a una batería de miradas lascivas atrincheradas tras gafas negras. La carnalidad del Sónar 98 no está sólo en las mulatas de los carteles, no. En el chill out, donde los usuarios se dejaban retratar con languidez de saurios, una muchacha de piercing en flor se acomodaba en el suelo sobre un largo cojín componiendo poses gatunas. La cosa ofrecía posibilidades porque la ninfa llevaba un pie enyesado. Pero el ambiente en la carpa, decorada con dos caniches de larga peluca a lo Luis XV -uno verde-, era más de pschycodelic trance que de ligue. Pinchaban En Red O gemidos de marsopa que se disolvían en confusos tambores tribales. Dos señoras de la limpieza pasaban entre los cuerpos reposados con la distante profesionalidad de enterradores el día después de Gettysburg. La tarde en el CCCB estaba llena de otros cuerpos: pasó un atractivo joven, su belleza apenas empañada por unas gafas de la señorita Pepis, rosas. Un individuo en el que todo remitía al planeta Urano excepto una camiseta de Maldini dejó su colilla de porro a un colega, entró en un siniestro contenedor negro y apretó un botón señalado con la palabra "Chaos": se produjo un fogoneo de luces acompañado de una traca electrónica y el tipo se retorció del susto, aullando, en una versión futurista de Los fusilamientos del 3 de mayo. Mientras, directamente bajo sus pies, en la oscuridad del vestíbulo del CCCB rasgada por haces de luz azul, Tito & Suguru Goto arañaban el aire con sonidos sobrecogedores emanados de un traje electrónico y de una especie de violonchelo de vértebras de diplodocus. El público seguía el asunto con acongojada expectación de encuentro en la tercera fase. La oscuridad de la zona de instalaciones sugería una vieja feria de maravillas, la mujer barbuda sustituida por el electrón. Había otras partículas mucho menos elementales en la instalación techno-porno. Sergio Caballero, organizador, móvil en mano, atravesó el patio de la Casa de la Caritat, inquieto, cuerpo eléctrico -también-, con orzuelo.

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