Tribuna

Memorias de Amsterdam

Apenas cinco días antes, frente al Betis, el Madrid hacía una nueva demostración de fútbol esquizofrénico y los expertos estaban en un mar de confusiones. Decían, no sin razón, que los muchachos de Heynckes no habían adquirido ni uno solo de los mecanismos que distinguen una pandilla de un equipo. Fue entonces cuando el joven etólogo Miguel Bueno, un atento seguidor forastero, dio una interpretación menos pesimista al extraño caso del Real y el Irreal: un comportamiento tan contradictorio sólo podía explicarse desde la psicología profunda. Como algunos viejos piratas, habría preferido quemar s...

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Apenas cinco días antes, frente al Betis, el Madrid hacía una nueva demostración de fútbol esquizofrénico y los expertos estaban en un mar de confusiones. Decían, no sin razón, que los muchachos de Heynckes no habían adquirido ni uno solo de los mecanismos que distinguen una pandilla de un equipo. Fue entonces cuando el joven etólogo Miguel Bueno, un atento seguidor forastero, dio una interpretación menos pesimista al extraño caso del Real y el Irreal: un comportamiento tan contradictorio sólo podía explicarse desde la psicología profunda. Como algunos viejos piratas, habría preferido quemar sus naves en la Liga para verse obligado a huir hacia adelante. Hacia la Copa de Europa.En Amsterdam, sin embargo, se encontró con un panorama especialmente sombrío. Harta de preguntarle al espejo quién era la chica más guapa del baile, la Juve estaba esperándole mientras se afilaba las uñas sobre el mostrador. Venía de conseguir el scudetto frente al Inter fulminante de Ronaldo, el Lazio dorado de Eriksson y el Milan asmático de Fabio Capello, y ahora se disponía a jugar su tercera final consecutiva. Quizá por ello todos los espejos le daban la razón: el ojo crítico decía que estaba mejor dotada que nadie, la estadística confirmaba que todo equipo italiano es el peor enemigo posible, y los cristales oscuros del autobús parecían confirmar las impresiones: Toricelli, un calco del duro John Carradine, arengaba a Montero; Davids llevaba un niño de la mano, pero venía de desayunar cola de escorpión; Del Piero, Inzaghi y Zidane, conveniente inflamados por la cátedra europea, eran en realidad Dante, Petrarca y Bocaccio, y Di Livio se tatuaba en el dorso de la mano izquierda el profético resultado de 1-0. No había duda: allí estaba la Vecchia Signora vestida para matar.

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Mientras en la plaza de Dam los corrillos de hinchas se disolvían como burbujas de cerveza, el Madrid esperaba su suerte bajo la mirada compasiva de un ejército de enviados especiales. Aquel uniforme blanco, tan parecido a un sudario, con su escudo en forma de galleta y su coronita bordada, les hacía pensar en la momia del Farón. Saltar al campo debió de ser un alivio para los chicos de Sanz: a primera vista, los temibles italianos de Lippi sólo eran once, tosían como conferenciantes, sudaban como repartidores y, salvo Zinedine Zidane, tenían dos piernas como cualquier policía.

Hora y pico más tarde, Roberto Carlos les metió en el área un balón que chispeaba como un buscapiés. Fue entonces cuando pudimos hacer los dos grandes descubrimientos de la noche.

Primero supimos que la Juve era combustible.

Tal como había predicho Miguel Bueno, después se nos reveló en un latigazo que, bajo su disfraz de mister Hyde, el Madrid conservaba incorrupto su cuerpo de campeón.

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