Reportaje:

Rebuznos de dignidad

Se han pasado la vida trabajando como burros. Utilizados como bestias de carga, en jornadas interminables sin derecho a comida ni agua, apaleados sin descanso por dueños mucho más acémilas que ellos. Dos burras y un burro viven ahora un retiro digno en el albergue de animales de Alicante, apadrinados por ciudadanos holandeses miembros de la asociación Helena Beels, que se ocupan de su manutención. Betty, Marina y Pere, que así se llaman los animales, no saben donde están los Países Bajos, pero si lo supieran darían en su honor rebuznos de alegría. La iniciativa de los holandeses les ha salvado...

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Se han pasado la vida trabajando como burros. Utilizados como bestias de carga, en jornadas interminables sin derecho a comida ni agua, apaleados sin descanso por dueños mucho más acémilas que ellos. Dos burras y un burro viven ahora un retiro digno en el albergue de animales de Alicante, apadrinados por ciudadanos holandeses miembros de la asociación Helena Beels, que se ocupan de su manutención. Betty, Marina y Pere, que así se llaman los animales, no saben donde están los Países Bajos, pero si lo supieran darían en su honor rebuznos de alegría. La iniciativa de los holandeses les ha salvado la vida. Hace un año que decidieron apadrinar burros, animales desprestigiados y acostumbrados a llevarse palizas a cada paso. Para ello se pusieron en contacto con la Sociedad Protectora de Animales de Alicante. Sus asociados se encargarían de adquirir los burros por 1.000 florines (unas 70.000 pesetas) y de mantenerlos en las cuadras del albergue, cuya construcción se financió también con dinero holandés. El año pasado, con la única condición de recibir fotos de sus ahijados periódicamente, destinaron dos millones de pesetas a los burros, cantidad "más que suficiente" en opinión del presidente de la protectora, Raúl Mérida, que cifra en 7.000 pesetas el coste mensual de mantener a cada animal. El descanso del que disfrutan actualmente se lo han ganado con sudor y sangre. Betty era propiedad de un chabolista de Montoto. Cuando la protectora se hizo cargo del animal, llevaba ocho días sin comer ni beber, encerrado en una maltrecha cuadra. Aunque poco a poco se recupera, conserva en su piel desconchada y en su rostro avejentado el estigma de los malos tratos. "Sólo tiene dos años y ya parece mayor que Marina, que tiene 12", destaca Mérida. También le quedan secuelas psicológicas: cuando se le acerca un humano huye a refugiarse por si llueven los palos. Marina, una burra blanca y dócil de la raza andaluza asúa, zascandileaba abandonada en la estación de ferrocarril de vía estrecha La Marina cuando todavía no se llamaba así. Un vecino avisó a la protectora para que se hicieran cargo de ella. Entonces apareció el dueño y reclamó sus derechos. Le dieron dinero para que se comprara un vehículo de segunda mano que sustituyera las labores de carga que desempeñaba el animal, y éste fue adoptado. Pere es el macho y debe vivir separado de sus compañeras por una valla porque está en celo y cuando los intentan juntar se pone imposible. Es el único que no tiene padrino, pero su adopción está en trámite. Fue donado por el yerno de una persona que no podía mantenerlo. El detonante fue un comprador de poco fiar. Ante el horizonte de petates y varazos que se le avecinaba, los propietarios decidieron procurarle una jubilación digna. Los padrinos holandeses de los animales visitaron las instalaciones el mes pasado y quedaron satisfechos con el trato que reciben sus ahijados. Tanto, que sufragaron la compra de un puente de madera "como símbolo del puente que hemos tendido entre Holanda y España", relata Mérida. La construcción sirve de recreo al centenar de gatos recogidos. El albergue se construyó en 1996, subvencionado por la Generalitat, el Ayuntamiento y la Diputación. Sus instalaciones acogen, además de burros y gatos, a 265 perros abandonados que esperan una segunda oportunidad. La oportunidad que han recibido Betty, Marina y Pere, y que ya disfrutó su antecesora, Lorenza, una burra coja y tuerta que inició las adopciones. De vivir amarrada a un carro y ser levantada del suelo a varazo limpio pasó a disfrutar de los mimos de las trabajadoras y voluntarios del albergue. Murió a principios de año y vivió una mala vida, pero el hermanamiento entre holandeses altruistas y alicantinos concienciados le permitió, al menos, despedirse de este mundo con dignidad.

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