Tribuna

El fútbol lleva muletas

Hoy, Juninho verá el fútbol desde la cama. Michel Salgado, el hombre que le trituró la pierna, jugará su partido sin novedad. Un violento olor a formol vuelve a pasar por los estadios.No se trata de incriminar a Salgado. Durante la semana ya ha recibido los reproches que más pueden doler a un agresor. Tampoco habrá conseguido olvidar la película del incidente: la bota que cae como una zarpa, los tacos que se hunden en el ángulo del empeine, el pie que toma una dirección absurda y la inevitable dentera que sigue a todo rumor de tendones se habrán alojado en su memoria como un quiste.

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Hoy, Juninho verá el fútbol desde la cama. Michel Salgado, el hombre que le trituró la pierna, jugará su partido sin novedad. Un violento olor a formol vuelve a pasar por los estadios.No se trata de incriminar a Salgado. Durante la semana ya ha recibido los reproches que más pueden doler a un agresor. Tampoco habrá conseguido olvidar la película del incidente: la bota que cae como una zarpa, los tacos que se hunden en el ángulo del empeine, el pie que toma una dirección absurda y la inevitable dentera que sigue a todo rumor de tendones se habrán alojado en su memoria como un quiste.

Luego habrá experimentado las visiones más ingratas del carnaval del fútbol: el zumbido del televisor, las peticiones de castigo y otras voces indeterminadas le habrán hecho pasar por todos los estados de ánimo. Todavía le recordamos cariacontecido en sus primeras confesiones a los reporteros.

-Ahora mismo sólo pienso en Juninho: lo único que de verdad me importa es el daño que le hice. Entonces no fue muy elocuente, pero se expresó con esa serenidad trágica que a veces redime a los jóvenes deportistas. Más tarde trató de cumplir un duro trámite emocional: marcó el número telefónico del herido.

-Le llamé para interesarme por él, pero no ha querido hablar conmigo. Tampoco puedo hacer mucho más -dijo con la mirada baja. Inmediatamente, alguien que pretendía exculparle daba la clave del verdadero problema.

-Entradas como ésa se ven todos los domingos. Aún más, en todos los partidos. Y no pasa nada.

En general, los hechos suelen seguir un mismo patrón: para compensar su propio sentimiento de inferioridad, el tipo más torpe le rompe la crisma al más hábil con la complicidad del árbitro. Nada justifica semejante transgresión; se puede ganar la pelota por velocidad, por anticipación o sencillamente por oficio, pero el camorrista toma el atajo y pretende imponerse utilizando las peores mañas del tahúr: ante el riesgo de perder la mano, vuelca la mesa. Las repercusiones de este truco son catastróficas para el orden de valores del juego: la brutalidad se impone a la brillantez, el ingenio se devalúa frente a la rabia y, mientras los camilleros retiran al herido, la violencia queda homologada como parte del espectáculo.

Sin embargo, sus efectos secundarios no terminan en el quirófano. A sabiendas de que la lucha por la pelota se ordena en una clasificación de cazadores y presas, algunos patanes consiguen un sólido prestigio como marcadores; en justa correspondencia, algunos de los jugadores más hábiles se especializan en fingir duelos y quebrantos, y por fin, investidos con toga y cachiporra, algunos entrenadores de tres al cuarto aprovechan la ocasión para decir que el fútbol es cosa de hombres. No hay que engañarse: en realidad quieren convertirlo en cosa de acémilas.

Cuando algunos de nuestros héroes viajan en silla de ruedas conviene recordar que los tipos como Juninho representan a una especie amenazada. Proceden de una estirpe de niños delicados que, contra todo pronóstico, han hecho fortuna como atletas en la era del colesterol. Llámense Denilson, Garrincha, Kopa, Amancio, Ardiles o Maradona, pertenecen a un raro linaje de especialistas que han logrado sustituir el tamaño por el genio.

Por eso no podemos ser indiferentes. Mientras Juninho lleve escayola, el fútbol seguirá oliendo a cloroformo.

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