Tribuna

Las estrellas de la Liga

Apenas ha terminado la Liga de las estrellas y ya tenemos un sentimiento ambivalente: con los presupuestos económicos sobre la mesa estamos convencidos de que debió ser mejor; con el cerrilismo táctico en la memoria sospechamos que pudo ser peor.Si la grandeza de un campeonato se mide por la categoría de sus ganadores, sigamos la huella del Madrid y Barcelona. ¿Qué recordaremos del Madrid de Fabio Capello? Básicamente, evocaremos a tres tipos vestidos de blanco que acorralan contra la banda al hombre del equipo contrario que lleva la pelota, lo cual quiere decir que la herramienta estaba casi...

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Apenas ha terminado la Liga de las estrellas y ya tenemos un sentimiento ambivalente: con los presupuestos económicos sobre la mesa estamos convencidos de que debió ser mejor; con el cerrilismo táctico en la memoria sospechamos que pudo ser peor.Si la grandeza de un campeonato se mide por la categoría de sus ganadores, sigamos la huella del Madrid y Barcelona. ¿Qué recordaremos del Madrid de Fabio Capello? Básicamente, evocaremos a tres tipos vestidos de blanco que acorralan contra la banda al hombre del equipo contrario que lleva la pelota, lo cual quiere decir que la herramienta estaba casi siempre en poder del enemigo. Cuando alguno de los perseguidores conseguía recuperarla, aparecía invariablemente la única aportación personal del prognata de Milanello: bajo pretexto de subordinarlo todo a la velocidad, Suker o Mijatovic caerían a una banda para recibir el pelotazo, y ahí se las compusieran con su calidad. Durante largos meses, la historia no pasó de ser una sucesión de persecuciones y castañazos: después de un gran esfuerzo por ganar la pelota, un esfuerzo mínimo para jugarla. Si alguna vez cambió el guión, nos maliciamos que fue más por la voluntad de los jugadores disidentes que por decisión del entrenador.

¿Y el Barcelona? Peor que peor. Primero reunió la más exuberante plantilla de Europa, y luego armó un equipo perdido en sus paradojas. Así, por ejemplo, Popescu, el bulldog favorito de don Bobby, se afanaba en sabotear a Guardiola con sus toscas irrupciones, sus patadas al tobillo y su ignorante empeño por llevar el balón cosido al zueco. Mil veces nos asombramos de que una nómina tan grande pudiera alumbrar un equipo tan pequeño. Con él también padecimos un juego grisáceo coreado por escépticos de ocasión, por apologistas del mamporro y por algunos valedores de la salchichería italiana que pretenden identificar la eficacia con el aburrimiento. O sea, por esos teóricos untados de tiza que se rinden sin condiciones ante la Sampdoria de turno.

¿Qué nos queda, pues? Mucho, sin duda. Como expresión del mejor Brasil, el mejor Ajax, el mejor Madrid, el mejor Bayern, el mejor Barça, el mejor Liverpool o el mejor Milan, eso que siempre nos gustó a los bichos raros, quedan la abnegación de Redondo, la pasión de Guardiola, la navaja multiusos de Seedorf, los latigazos de Figo, la guadaña de Jarni, el cante jondo de Kiko, el doble espejo de Alfonso, los sombreros Giovanni, el repertorio mágico de Rivaldo y, por supuesto, los fogonazos violeta de Ronaldo y Raúl.

Escuchadme, chicos: estéis donde estéis, aquí os espero.

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