Tribuna

'Au revoir', tigre

Llegó Cantona, se afeitó la cabeza, escupió por el borde del colmillo, se pintó un diablo en la cara y, más por diablo que por viejo, volvió a ganar la Liga inglesa como quien gana una liguilla de colegiales. Luego actuó con esa prudencia tan suya de misántropo: se puso al habla con la directiva del Manchester United, se miró los espolones, carraspeó como un cantinero, se preguntó sobre la conveniencia de proponer un armisticio, quizá una prórroga de compromiso por una sola temporada más, y finalmente decidió pedir la paz. Dicho en su jerga de rebelde afrancesado, se quitó el gorro frigio, ent...

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Llegó Cantona, se afeitó la cabeza, escupió por el borde del colmillo, se pintó un diablo en la cara y, más por diablo que por viejo, volvió a ganar la Liga inglesa como quien gana una liguilla de colegiales. Luego actuó con esa prudencia tan suya de misántropo: se puso al habla con la directiva del Manchester United, se miró los espolones, carraspeó como un cantinero, se preguntó sobre la conveniencia de proponer un armisticio, quizá una prórroga de compromiso por una sola temporada más, y finalmente decidió pedir la paz. Dicho en su jerga de rebelde afrancesado, se quitó el gorro frigio, entregó el sable y dijo: rien ne va plus.

Habrá que preguntarse sin demora quién ha sido en realidad este tipo avinagrado capaz de maldecir como un demonio y de jugar como un ángel. Para empezar sabemos que no tiene mal gusto para elegir equipo; en vez de caer en uno de esos pudrideros italianos capaces de convertir a Paul Gascoigne en un cascajo humano, a Papin en un armario y a Michael Laudrup en un intruso, él fue capaz de permitirse una licencia romántica. Decidió reinventar el fútbol en el territorio de sus descubridores.

No fue precisamente una empresa para aficionados. Cuando partió hacia Inglaterra le esperaba un mundo en crisis: los hooligans habían tomado la cancha, y los comités de disciplina de la Federación europea los habían enviado al destierro. En libertad bajo fianza, los grandes clubes trataban de curar desesperadamente sus heridas: cumplían las sanciones por violencia, reordenaban sus economías y se preguntaban cómo recuperar la identidad perdida. Entonces se abrió la puerta de vestuarios y, detrás del destello blanco de su propia dentadura, apareció rugiendo Eric Cantona.

Sometido a un primer análisis, Cantona cumplía las condiciones que los entrenadores británicos más puntillosos suelen exigir a toda figura que se precie. Era un sujeto robusto, miraba como un cazador y tenía el perfil áspero de un jugador de rugby. Parecía el hombre ideal para jugar bajo la tormenta.

Aunque muy pronto confirmaron la impresión de que estaban ante un deportista de acero, la revolución que él soñaba en silencio no consistía en sumarse a aquella jauría como un sabueso más. En resumen, él quería ser el más brillante de todos los diablos rojos. Sobre el barro se le veía avanzar con el cuchillo en la boca, pero repentinamente bajaba la pelota y se ponía a pensar. Entonces, todos los demás se volvían de madera.

Fue así como los hooligans comenzaron a recitar a Baudelaire.

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