Tribuna:

Integrismo liberal

Al igual que los antropófagos creen que devorando al enemigo se apropian de sus poderes, todos corremos el riesgo de ser fagocitados por nuestros enemigos. Por eso no sólo debemos seleccionarlos con esmero sino, sobre todo, estar muy atentos al riesgo de reproducción especular.Como Jano, el liberalismo español parece gozar de dos caras: la que exhibe en asuntos económicos y sociales de una parte, y la que muestra a la hora de hacer "política". Y así, al tiempo que algunos ministros deciden abordar problemas reales desde el diálogo consiguiendo éxitos considerables (como la reciente reforma del...

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Al igual que los antropófagos creen que devorando al enemigo se apropian de sus poderes, todos corremos el riesgo de ser fagocitados por nuestros enemigos. Por eso no sólo debemos seleccionarlos con esmero sino, sobre todo, estar muy atentos al riesgo de reproducción especular.Como Jano, el liberalismo español parece gozar de dos caras: la que exhibe en asuntos económicos y sociales de una parte, y la que muestra a la hora de hacer "política". Y así, al tiempo que algunos ministros deciden abordar problemas reales desde el diálogo consiguiendo éxitos considerables (como la reciente reforma del mercado de trabajo), otros, más políticos, parecen formados en la escuela del guerrismo más que en la de Chicago. Pues copar la Administración pública con leales combatientes del partido, nombrar fiscal general o director de RTVE al más aguerrido para transmitir a diario el parte oficial, criminalizar a la oposición amenazando con dossieres e informaciones secretas que luego no tapan ni la vergüenza de quien las exhibe, lanzarse al control de la sociedad civil desde el Estado (antes vía, OPAS sobre bancos hostiles, ahora desde el BOE y contra periódicos y plataformas digitales críticas), practicar la política de que quien se mueve no sale en la foto, incluso temblar de ira por las críticas de los teleñecos... Muchos pensábamos que todo eso eran tics de la vieja política sectaria de los funcionarios del aparato y no la buena nueva de un equipo que combatió desde la oposición y ganó las elecciones bajo la bandera del liberalismo.

Bandera que el electorado, justificadamente, siempre vio con recelo. No sé por qué razón en España los liberales son todos catedráticos, técnicos comerciales o inspectores fiscales, funcionarios en definitiva, mientras los empresarios y los ciudadanos de a pie claman por subvenciones o exenciones fiscales. Cada cual quiere lo que no tiene, libertad o seguridad. Pero en tales condiciones sociológicas un Gobierno de funcionarios liberales corría el riesgo de ser, no el camino para que la sociedad civil se quite de encima al Estado (more thatcheriano), sino más bien el modo para que el Estado liberal se quite de encima la caterva de pedigüeños de la sociedad civil, con lo que al final todo parece una astucia de la razón para restablecer los fueros del viejo Estado ético hegeliano con bandera cambiada. Al fin y al cabo Marx era sólo un hegeliano de izquierdas.

De modo que no sé si esa vena autoritaria que se manifiesta de vez en cuando (pero con fuerza creciente) es un remedio tardío del socialismo primigenio al que tienden a asimilarse por antropofagia o una manifestación confusa de un nuevo tipo de liberalismo autóctono que, con todo honor, deberíamos calificar de integrista. Pues si algo caracteriza al viejo liberalismo (releamos, por favor, On liberty de Stuart Mill) es, no ya el respeto hacia la diversidad, sino su aprecio positivo. Pero este nuevo liberalismo de cruzada que asoma las orejas con voracidad más bien pretende que todos seamos liberales igualitos a ellos so pena de pedir perdón arrodillados por nuestros pecados. Tampoco ahora debe haber tolerancia para el error. Paradójico, pero, como todo integrismo, muy coherente.

Puedo comprender que el razonable instinto de supervivencia de cualquier Gobierno le lleve a combatir a sus rivales, aunque mayor cuidado debe poner en la definición de sus aliados. Pero cuando esa rivalidad lleva a abrir una brecha forzando maniqueamente a los ciudadanos a elegir de qué lado quieren ponerse, no sólo está azuzando la tensión (en una cadena que, en España, acaba siempre en la mano armada de un etarra), sino corriendo el serio peligro de que muchos salten al otro lado. Un reciente y excelente artículo de Carles Castro en La Vanguardia recordaba que el PP sigue siendo "el centro de todas las antipatías": casi la mitad de los electores (el 46%) declaraba en noviembre pasado sentirse distantes o muy distantes del PP (sólo un tercio del PSOE), y más del 36% no lo votaría nunca (sólo un 15% al PSOE), tanto como en los viejos tiempos de AP y Fraga. Sospecho que esta política de romper puentes con demócratas para restablecerlos con acrisolados defensores de la dictadura no será muy apreciada por el electorado y podría darse la paradoja de que el PP estuviera abonando el regreso de González, bloqueando la alternancia real. A este paso, más que conmemorar el 98 tendremos que repetirlo.

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