Tribuna

La blanca doble

En su grandeza, el partido Madrid-Barcelona dejó, junto a la herida de la tensión, un largo catálogo de gestos. Visto el eclipse de Ronaldo, el irreductible Guardiola decidió echarse el equipo a la espalda: Blanc por Blanc, Popescu por Popescu, armario por armario, se cargó al hombro todos los muebles; luego hizo un pronunciamiento: en vez de pedir la hora decidió pedir la pelota. En frente, Fernando Redondo descendió de nuevo a las cloacas del estadio para ocuparse de la fontanería: se mordió los nudillos; se prohibió túneles, recortes y toques milimétricos, y se pasó la noche reparando, una ...

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En su grandeza, el partido Madrid-Barcelona dejó, junto a la herida de la tensión, un largo catálogo de gestos. Visto el eclipse de Ronaldo, el irreductible Guardiola decidió echarse el equipo a la espalda: Blanc por Blanc, Popescu por Popescu, armario por armario, se cargó al hombro todos los muebles; luego hizo un pronunciamiento: en vez de pedir la hora decidió pedir la pelota. En frente, Fernando Redondo descendió de nuevo a las cloacas del estadio para ocuparse de la fontanería: se mordió los nudillos; se prohibió túneles, recortes y toques milimétricos, y se pasó la noche reparando, una por una, todas las fugas de la cañería. Detrás, en su fragua, Hierro demostró al portero Illgner, cómo se fabrica un blindaje de acero alemán. Por allí andaban Luis Enrique, soñando de nuevo con el gol de Evasión o victoria, y Raúl, buscando su destino, y Figo, dando latigazos con su tralla portuguesa, y Seedorf, el holandés errante, atrapado en la contradicción de avivar la jugada y amortiguar el pase. Sin embargo, quizá porque sólo tenemos memoria para los fogonazos, no conseguimos quitarnos de la cabeza los goles. Y, por tanto; no podemos olvidar a Suker ni a Mijatovic. Hubo en el fútbol una larga época en la que se pusieron de moda las alas infernales. Se correspondían, por supuesto, con los costados del equipo y siempre estaban formadas por dos hombres que, según colores y momentos, podían llamarse Panizo y Gainza, o Rial y Gento, o Peiró y Collar, o Kocsis y Czibor, o Moreno y Manchón, o Amarildo y Zagalo; o, en un sentido más modernista y liberal, Cardeñosa y Gordillo. Bajo las denominaciones clásicas de interior y extremo, eran invariablemente un lanzador que abría el juego hacia el banderín de córner y un corredor que lo cerraba con un centro hacia el punto de penalti.

En el fútbol de hoy, donde se exige a los jugadores tanta utilidad, aquellas formaciones son cada día más improbables. Pero, por fortuna, aún sigue siendo posible el efecto pareja.

Suker y Mijatovic lo personifican como nadie. Ambos son amigos inseparables, ambos juegan en equipo y ambos tienen una misma visión de la profundidad y el ritmo. Además, como Torpedo Müller o como Hugo Sánchez, ambos saben sintetizar cualquier jugada en dos únicos movimientos definitivos: el de control y el de remate.

En ellos, en fin, se cumple el principio de que, convenientemente agrupados, dos talentos no se suman: se multiplican. Si son la nueva ala, se llaman La blanca doble.

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