Tribuna

Hierro, en su fragua

Subió a rematar el córner, estudió la situación, se esfumó entre la piña de jugadores, y a última hora decidió plantarse en la línea del primer palo. Como de costumbre trataba de cumplir tres principios: tener un punto de referencia, ocultar sus verdaderas intenciones y marcar el ángulo de una posible diagonal. Inmediatamente, la secuencia de la jugada se precipitó en uno de esos largos segundos cinematográficos de Sam Peckimpah: Roberto Carlos metió un violento pelotazo hacia el pico del área pequeña; él perdió dos pasos para corregir la posición y, acto seguido, en plena maniobra de retroces...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Subió a rematar el córner, estudió la situación, se esfumó entre la piña de jugadores, y a última hora decidió plantarse en la línea del primer palo. Como de costumbre trataba de cumplir tres principios: tener un punto de referencia, ocultar sus verdaderas intenciones y marcar el ángulo de una posible diagonal. Inmediatamente, la secuencia de la jugada se precipitó en uno de esos largos segundos cinematográficos de Sam Peckimpah: Roberto Carlos metió un violento pelotazo hacia el pico del área pequeña; él perdió dos pasos para corregir la posición y, acto seguido, en plena maniobra de retroceso, logró elevarse cuarta y media. Ése fue el punto de congelación de la escena. Desde allí, colgado de un hilo invisible, pudo hacer una difícil composición de movimientos: apretó los riñones para mantener el salto, giró la cabeza hacia el hombro izquierdo, como si pretendiera escaparse por el cuello de la camiseta, y señaló el remate hacia su propia espalda. El desenlace fue breve y seco: sonó un topetazo, Ablanedo se quedó clavado, y el balón salió como un rayo hacia la curva inferior del larguero. Más que un tiro a puerta fue un despeje a la red.De esta manera, Fernando Hierro afirmaba su condición de titular indiscutible en el Madrid ascendente de Fabio Capello, pero además cumplía un segundo objetivo: zanjaba, quizá para siempre, la discusión sobre su puesto ideal en un equipo de fútbol.

Porque, casi desde su llegada a la profesión, este pacífico grandullón se había visto enredado en un oscuro debate. Podríamos plantearlo así: a la vista de sus cualidades, ¿es el medio centro ideal o el defensa central de toda la vida? Veamos. Separado por elementos, Fernando da un perfil algo equívoco. Tiene estatura, tiene corpulencia y tiene un repertorio muy definido; a saber, contundencia defensiva, dominio del juego por alto, propensión a la sencillez, buen toque largo y el instinto básico de todo hombre libre que se precie: la exactitud en el cruce. Esa precisión final es en realidad un doble valor. Exige por igual un dominio del espacio y del tiempo; implica, en suma, decidir dónde y cuándo. Tal conjunción de habilidades es, sin duda, el arma secreta de Fernando Hierro. Carece de la sutileza de un compositor, y, por tanto, de la visión de juego necesaria para dar salida a un equipo grande; pero en cambio suma todas las virtudes de un percusionista y, por tanto, las de un hombre de cierre.

Como dijo el teórico del fútbol M. P. Pinto, "sometidos a tortura, los hechos siempre acaban confesando la verdad".

Archivado En