Tribuna:

¡Viva Guardiola!

Barça y Atlético jugaron el sábado un maravilloso partido imperfecto. Esta contradicción no existe en realidad. Nos hemos acostumbrado a mirar los partidos a través del ojo de los entrenadores, una raza cada vez menos sensible al deseo de los espectadores. Bilardo dijo un día que el partido perfecto es uno que acaba empatado a cero, porque de purita perfección no habría oportunidades frente a las porterías. Generalmente los partidos que satisfacen a los entrenadores no gustan a los espectadores. Y con razón.Frente al maquinismo que nos arrasa, el partido del Camp Nou fue un episodio escrito co...

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Barça y Atlético jugaron el sábado un maravilloso partido imperfecto. Esta contradicción no existe en realidad. Nos hemos acostumbrado a mirar los partidos a través del ojo de los entrenadores, una raza cada vez menos sensible al deseo de los espectadores. Bilardo dijo un día que el partido perfecto es uno que acaba empatado a cero, porque de purita perfección no habría oportunidades frente a las porterías. Generalmente los partidos que satisfacen a los entrenadores no gustan a los espectadores. Y con razón.Frente al maquinismo que nos arrasa, el partido del Camp Nou fue un episodio escrito con emoción y goles por hombres y no por robots, por jugadores que mezclaron acciones formidables con errores ingenuos, pero siempre con grandeza, apasionadamente, con una fiebre contagiosa que se transmitió inmediatamente a los dos equipos, a los espectadores, a los periodistas, al más indiferente por el fútbol.

Afortunadamente fue una noche para el uso y disfrute de los jugadores, tan lastimados en los últimos tiempos por los burócratas que les dirigen. Ese partido, criticable y deficiente desde la lectura táctica, ha hecho más por el fútbol que cualquiera de esos productos liofilizados, asquerosamente asépticos, que tanto celebran los entrenadores.

En realidad, el interés de los técnicos está en usurpar el fútbol a sus verdaderos dueños: los jugadores y los aficionados. Lo hacen para establecerse como una casta dirigente, los sacerdotes de un juego que nadie entiende y a nadie gusta. Contra este modelo estéril se levantaron los jugadores del Atlético y del Barça, con Guardiola a la cabeza.

Guardiola levantó la bandera del fútbol desde el juego, la personalidad y la bravura. Otros jugaron bien o muy bien, pero Guardiola fue mas allá. Vino a decir que así se juega y así se siente el fútbol. Se lo dijo a todo el mundo, incluido a su entrenador. Cuando el partido iba peor para el Barca, con el Atlético a todo trapo, Guardiola mandó a parar. Pidió la pelota, dio todas las órdenes oportunas -abrir el campo, tocar, mezclar el juego largo con el corto...- y encabezó la reacción de su equipo como los verdaderos caudillos.

Siempre nos quedará Guardiola mientras asistimos al derrumbe del juego que amamos. Nos quedará el futbolista comprometido con un estilo claro y generoso, con una manera de entender el juego que abomina del pelotazo grosero, del choque porque sí, de las innumerables miserias que abundan ahora. Nos quedará el jugador que se siente protegido y feliz cuando dispone de la pelota y la usa con criterio y astucia, con el cariño que se dispensa a las cosas queridas. Nos quedará Guardiola por su resistencia a aceptar el burdo mandato de los entrenadores qué se olvidan de la hermosura del fútbol. Y también nos quedará Guardiola por el enorme sacrificio que le exige su compromiso con su equipo y con su profesión. Porque la desgarrada y brillante actuación de Guardiola frente al Atlético fue un monumento al fútbol y a la dignidad de sus verdaderos protagonistas.

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