Tribuna:

Tejados y azoteas

Prisa habría de darse el Diablo Cojuelo en nuestros días sí asumiera el cometido turístico de mostrar las entrañas de Madrid a otro estudiante de Alcalá, prófugo de una dama redomada y vengativa. Quedan aún estudiantes en esta ciudad, y también tejados que recuerdan las trazas romana y mora de sus orígenes, renombrados tejares en sus aledaños, a pie de obra, donde se moldea una excelente tierra de alfareros. Puede que los estudiantes tengan otras malicias, recursos y curiosidades distintos de los sopistas complutenses, donde sólo el ingenio abría las puertas (le los comedores universitarios y ...

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Prisa habría de darse el Diablo Cojuelo en nuestros días sí asumiera el cometido turístico de mostrar las entrañas de Madrid a otro estudiante de Alcalá, prófugo de una dama redomada y vengativa. Quedan aún estudiantes en esta ciudad, y también tejados que recuerdan las trazas romana y mora de sus orígenes, renombrados tejares en sus aledaños, a pie de obra, donde se moldea una excelente tierra de alfareros. Puede que los estudiantes tengan otras malicias, recursos y curiosidades distintos de los sopistas complutenses, donde sólo el ingenio abría las puertas (le los comedores universitarios y las mozas de partido eran el adversario en el campo de plumas de las lides del amor.La mayor parte de las casas levantadas hasta comienzos de este siglo XX se remata con el tejado clásico, inclinado, cubierto de teja vana o a torta y lomo, que es; la artesana manera de nombrar el ensamblaje o solape de unas filas de tejas sobre otras, invertidas, que escurren el agua de los cielos hasta los canalones de hojalata o de estaño. Que antes llovía más son prueba estos tejados rojizos, parcheados de tonos oscuros. Poco a poco, casi a regañadientes, abrieron sitio a otro remate, árabe también, de zona más mediterránea: la azotea. Según la definición académica, es el sitio descubierto, en la parte superior de una casa, por el cual se puede andar. Muy conciso, pues por los otros sólo se mueven con soltura Don Cleofás y los gatos madrileños.

Andar, no, porque una azotea no lleva a otra parte que a su vecina o al vacío. Era el lugar donde tender la ropa. Las afanosas y cantarinas criadas subían la colada a la azotea, donde una geometría de cuerdas determinaba el derecho al sol y al oreo. La contaminación que ocasionan las calderas ciudadanas y el tráfico automovilístico han propiciado, en gran medida, el secado doméstico, además de que hay nuevas texturas que desechan la humedad.

Ocasionalmente podía ser punto de furtivo encuentro donde holgar sin más testigos que las altas nubes. Cuando, por razón de mi tarea, me desplazo a los estudios de la SER, en la Gran Vía, suelo escudriñar, desde el piso séptimo, aquellos alrededores, como un paseo en helicóptero sobre los techos de la ciudad. Intento imaginar quiénes duermen, aman, sueñan, se afanan, luego mueren en aquellas boardillas; en las que lucen las dos macetas con geranios, o en esa esquina que abre una puerta prestada sobre una minúscula terraza, en la que se recuesta, siempre plegada, la tumbona de un solitario sibarita; no hay sitio para dos. Desde ese arriba contemplo el sinuoso zurcido de las calles que son el viejo corazón de Madrid. Predominan las tejas, entre la que se alza la solitaria espiga del pararrayos, abierta en su punta una flor de lis esquemática y señera, sobre el pentagrama de las antenas de televisión.

En mi frontera de Chamberí estoy al lado de las tejas. Enfrente, las fachadas grises, los pisos amplios, las balconadas de piedra, los miradores encristalados, donde nadie se sienta para ver pasar las horas, la procesión, las manifestaciones, bastante frecuentes, acechando la silueta del amante, el vuelo de la golondrina, el verdear de los plátanos y las acacias. Nadie asoma su ocio, porque- todas o casi todas las que fueron moradas albergan hoy oficinas públicas y privadas. En todo caso, es programa: de escasa o nula audiencia.

Esas casas están coronadas por grandes terrazas, ahora desiertas, sin ropa tendida, sin el flamear pacífico de las sábanas blancas. Las azoteas. Terrazas, nombre que fue del provocativo esparcimiento burgués, al aire libre, delante del comedor y con vistas a la plebe. Así también las que han adoptado la cariñosa denominación de chiringuitos, florecientes ya, de temporada, en paseos, jardines y anchas aceras. Cada año, la enconada batalla entre los restaurantes y el Ayuntamiento, que, tradicionalmente, se debate entre la acuciante codicia recaudatoria y el sublime placer por denegar los permisos indispensables.

Don Cleofás Pérez Zambullo, el que abrió la redoma donde tenían preso al Diablo Cojuelo, se habría instalado, con él, en una de ellas, degustando una horchata de chufas, una coca, un tinto, una caña o, por qué no, un güisquito. Aunque, de seguir tan anémica la bolsa del estudiante trapacero, pensarían más de dos veces la treta para no abonar las consumiciones.

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