Tribuna

Michel, domador del viento

En estos últimos doce años, el balón casi siempre ha venido desde la derecha. Movido por un cálido viento del este, partía desde algún lugar de la banda, y su trayectoria era a la vez inconfundible e impredecible. Sólo sabíamos que cumpliría el viejo principio planetario de señalar los dos movimientos tradicionales en las esferas celestes: uno de rotación y otro de traslación. Puesto que el área de penalti era un caos; puesto que luces, cuerpos y espacios se confundían entre gritos y empellones, no podíamos saber por qué atajo progresaría. ¿Caería por la chimenea del primer palo? ¿Flotaría has...

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En estos últimos doce años, el balón casi siempre ha venido desde la derecha. Movido por un cálido viento del este, partía desde algún lugar de la banda, y su trayectoria era a la vez inconfundible e impredecible. Sólo sabíamos que cumpliría el viejo principio planetario de señalar los dos movimientos tradicionales en las esferas celestes: uno de rotación y otro de traslación. Puesto que el área de penalti era un caos; puesto que luces, cuerpos y espacios se confundían entre gritos y empellones, no podíamos saber por qué atajo progresaría. ¿Caería por la chimenea del primer palo? ¿Flotaría hasta alcanzar la base del segundo? ¿Haría una guiñada hacia el punto de penalti, ayudada por el efecto de rosca? ¿Cómo adivinar el desenlace mientras, negro sobre blanco, los lunares y hexágonos se difuminaban en el aire? En verdad, sólo conocíamos su destino final: aquel viaje acabaría irremediablemente en la cabeza de Hierro, en el pie derecho de Butragueño o en el pie izquierdo de Hugo Sánchez. O sea, en la frontera de la red.La historia había empezado en Villaverde, un barrio obrero cruzado por ríos de gasóleo. En aquel pisito cuyos metros cuadrados solían repartirse como lingotes de oro, al amanecer olía un poco a tinta de composición, quizá porque Miguel padre había vuelto de imprimir periódicos en las catacumbas de Hauser y Menet. Pero, incluso en los tiempos más duros, en aquella casa hubo también un inequívoco olfato de gol.

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Luego, Miguel hijo, el llamado Michel, se vistió de futbolista, empezó a tañerla, se fue a México y le devolvió la metáfora a Vinicius de Moraes: con aquel gol fantasma puso a Brasil entre paréntesis. Más tarde tuvo que completar la simetría de un equipo cuyo perfil izquierdo se llamaba Gordillo, y desde entonces se puso a vivir el fútbol con una extraña pasión, a veces cuerda y a veces loca. Así, fue capaz de dimitir y abandonar el estadio en mitad de un partido, y de ponerle el peregil en la sartén al mismísimo Valderrama; pero, un respeto, colegas, este muchacho es el responsable de un tercio de todos los goles blancos que llovieron del cielo. Le debemos al menos un tercio de toda la emoción contenida y liberada en más de 300 domingos. No será fácil devolverle media tonelada de adrenalina; aunque, pensándolo bien, bastará con que le reservemos un lugar en el firmamento.

Para empezar, recordemos que Michel sólo fue posible porque los niños del extrarradio siempre supieron encontrar el camino del centro. Y, sobre todo, reconozcamos que sin Michel el balón nunca volverá a reconciliar los misiles con las palomas.

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