Tribuna:

¿Cambiar?, sí, pero ¿cómo?

En esta nueva encrucijada política se impone una reflexión en todos los españoles. Algo no ha ido bien en este país, independientemente de las ideologías o interpretaciones interesadas de unos y de otros. Tenemos que darnos cuenta de que, gobernantes y pueblo, hemos de adoptar una nueva actitud, porque -si somos sinceros- tenemos que percatarnos de que no acabamos de estar satisfechos, sea cual sea la visión sobre lo ocurrido hasta ahora. Pero habría que hacer un esfuerzo por comprender aquello que todos -gobernantes y oposición- debíamos estar dispuestos a hacer en esta ocasión, que es un ret...

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En esta nueva encrucijada política se impone una reflexión en todos los españoles. Algo no ha ido bien en este país, independientemente de las ideologías o interpretaciones interesadas de unos y de otros. Tenemos que darnos cuenta de que, gobernantes y pueblo, hemos de adoptar una nueva actitud, porque -si somos sinceros- tenemos que percatarnos de que no acabamos de estar satisfechos, sea cual sea la visión sobre lo ocurrido hasta ahora. Pero habría que hacer un esfuerzo por comprender aquello que todos -gobernantes y oposición- debíamos estar dispuestos a hacer en esta ocasión, que es un reto lanzado a todos, para cambiar y ponernos unas metas mínimas comunes. Metas que, si se miran bien, son el anhelo profundo de cualquier ciudadano corriente.El último Heidegger, en su escrito sobre la Serenidad, lo ve también así. Basta ya de pensar calculador, que termina por ser un pensar egoísta e insatisfactorio para la generalidad de los ciudadanos. Ahora necesitamos superar esas limitaciones en el pensamiento. Y después, estar dispuestos a aplicarlo: si no, no sería sincero nuestro pensar.

Una de mis grandes admiraciones es la de un político olvidado: el profesor Giménez-Fernández. Él observaba -¿y quién le hizo caso ni antes ni ahora?- que no se trata de hacer lo que resulta más sencillo, pero inoperante: que es enmendar la plana a los demás, y perder el tiempo en ello, sin fijarse en lo que tenemos al alcance de la mano. A nuestro país nunca lo salvó -no lo salvará- un mesías, sino el esfuerzo de todos y cada uno. Por eso, nosotros, los que queremos estar en una democracia, nunca debíamos olvidar que el arte de gobernar consiste en hacer que la gente participe. Pero ¿hemos aprendido a pensar y actuar así en política?

¡Qué bien haríamos para eso si suscitásemos dudas, preguntas y cuestiones! Todavía no ha habido nadie que se haya propuesto despertar de su modorra al pueblo español, como pedía Unamuno. Lo que se suele hacer es seducir, engatusar; pero no inducir a pensar a fondo.

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Hoy tenernos un grave peligro: el auge insospechado del reino de la comunicación y su expansión técnica, con la cual se quieren conseguir prosélitos, usando de sus artificios, antes que gobernar del modo que necesita la gente, para ser de verdad más felices y más humanos la mayoría. Mayoría que debemos desear que se extienda lo más posible a la totalidad.

No es esto pedir peras al olmo, ya que vivimos en una Europa de la razón. Y aquí, en España, este giro se dio teóricamente, pero no se aprovechó bastante, con dos grandes pensadores de nuestro Siglo de Oro: Mariana, el gran crítico hasta de su propia orden religiosa, y el renovador del derecho y la política, y de su idea democrática, Francisco Suárez. De ellos fue deudor el cardenal Belarmino, el sorprendente inspirador de los padres fundadores de la ejemplar democracia americana, como Jefferson.

Si aquella nación allende los mares dio entonces un salto de gigante, con una Constitución que todavía es válida y eficaz, fue porque supieron hacer también lo que dudo que hagan nuestros políticos: leer la historia de los grandes clásicos, como Plutarco y Tucídides, o las reflexiones de Cicerón, para aprender a gobernar y ser responsables.

Las modas superficiales y la prisa vertiginosa de la vida impiden acertar a los responsables de la democracia, creyendo que haber conseguido votos es lo único que importa, se haga, como se haga. No es muy alta la idea que tienen de los seres corrientes que constituimos un país y prefieren manejarnos a que hablemos y pensemos por nuestra cuenta.

Y así, nos hemos acostumbrado a esperar que todo lo deben resolver los de arriba; no nosotros mismos poniendo nuestro grano de arena, sin lo cual se convierte en un ídolo el que hemos elegido para gobernarnos. Y luego la triste realidad nos hace derrumbarnos, frustrarnos y sentirnos unos pasotas, víctimas de nuestra impotencia práctica.

Pero la verdad no está en lo grandioso, sino en lo pequeño. Lo mismo en política que en economía. Lo señaló Schumacher al recordarnos que "lo pequeño es hermoso", o, antes que él, Wilhelm Röpke; y ahora, The Economist, después de las multinacionales y los números macroeconómicos que nos invaden, confiesa que desde 1993 lo grande no aporta ya el éxito, sino el fracaso. No podemos, por eso, hacer del Estado tina máquina imponente, que ya san Agustín intuía que sería "el dragón que todo lo devora". Y las leyes, su gran mecanismo, siguiendo lo mismo al sabio Lao-Tse que a nuestro Saavedra Fajardo, o, al injustamente preterido Ganivet, no lo son todo para el Gobierno de un país ni consiguen muchas veces lo que se proponen, porque no educan: sólo suelen servir para reprimir, y generalmente a los más débiles, no a los poderosos.

Einstein descubrió algo sensacional que habría que aplicar a todos los órdenes de la sociedad y del cosmos: que el mundo no es infinito, sino limitado y curvo, porque al final todo vuelve sobre sí mismo, no escapa a las nubes de lo lejano: se cierra sobre sí. Está cada vez más al alcance de nuestra mano y de nuestra influencia, y ya no podemos perdernos en lo colosal ni grandioso: todo tiene, y debe tener, una dimensión más pequeña de la que creíamos.

Ni lo grande ni la omnímoda libertad de mercado sin justicia ni convivencia son la solución de futuro. Es preciso que recordemos, en esa carrera desaforada de afán por el dinero o el poder, que "hay que evitar que haya mucho para unos y poco para muchos" (G. Fernández).

¿Por qué no tomamos como lema de vida, para no decaer, aquel de nuestro cordobés Séneca? Y lo aplicamos en lo individual y en lo político: "No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa, en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir, y sean cuales fuesen los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos o adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, manténte de tal modo firme y erguido que al menos se pueda siempre decir de ti que eres un hombre". Hay que ser fuertes y humanos, y no decaer en nuestra lucha pacífica, pero sin desmayo, por esa vida más humanamente feliz para todos.

Es verdad que hay izquierda y derecha, y unos estamos inclinados hacia una o hacia otra, y tenemos que ser coherentes con nuestras convicciones. Pero si la una resultase la conservación de lo positivo logrado y la otra el acicate hacia un cambio para ir a mejor, las dos son necesarias en una democracia. Yo estoy cada vez más preocupado por ese cambio inteligente y necesario, pero hemos de saber hacerlo. No bastan palabras ni gritos, y no son camino ni el dogmatismo ni el oportunismo en el que tantas veces hemos caído. ¡Fuera mesías maquiavélicos o líderes cerrados en su falta de visión de futuro renovador! Necesitamos realistas que sepan captar y realizar el dinamismo del fondo humano individual y social. Tenemos el peligro de volver a caer en el quijotismo decadente. No: lo que necesitamos es un poco más de Odisea, pero junto a la eficacia práctica de Robinson Crusoe.

Sabemos que la historia del avance es lenta, pero hay que ir adelante. Y educar para los valores de lucha por un porvenir mejor para todos, y de convivencia positiva, desarrollando el carácter que sepa mantenerse siempre como aconsejaba nuestro Séneca. Para tener libertad se necesita cultura, cultivo de todo lo humano; y si la selección natural necesita demasiado tiempo, usemos de la selección artificial, que es la educación, como pedía Unamuno para acelerar la historia.

es teólogo seglar.

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