Tribuna:

Mondo Kane

Dos personajes cinematográficos tienen el privilegio de emblematizar por encima de tantos otros (el séptimo arte se ha ocupado con frecuencia del cuarto poder) el coraje y la arrogancia del periodismo. Uno de ellos es Dutton Peabody, el periodista borrachín magistralmente interpretado por Edmond O'Brien en El hombre que mató a Liberty Valance, al que los pistoleros le destrozan el diario y le dan una paliza de muerte. Caído y maltrecho, aún proclama con la boca partida a los amigos que acuden para socorrerle: "¡Le he hablado a ese Liberty Valance de la libertad de prensa! ". Su contrafi...

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Dos personajes cinematográficos tienen el privilegio de emblematizar por encima de tantos otros (el séptimo arte se ha ocupado con frecuencia del cuarto poder) el coraje y la arrogancia del periodismo. Uno de ellos es Dutton Peabody, el periodista borrachín magistralmente interpretado por Edmond O'Brien en El hombre que mató a Liberty Valance, al que los pistoleros le destrozan el diario y le dan una paliza de muerte. Caído y maltrecho, aún proclama con la boca partida a los amigos que acuden para socorrerle: "¡Le he hablado a ese Liberty Valance de la libertad de prensa! ". Su contrafigura la constituye el ciudadano Kane de Orson Welles, ambicioso, dominante y manipulador, que utiliza sus periódicos con toda desvergüenza para desacreditar a sus rivales políticos y alcanzar el máximo de poder personal. La luz y la sombra de la enorme influencia que los medios informativos han ido alcanzando en las sociedades modernas incluso desde antes de que éstas llegaran a ser plausiblemente democráticas.Supongo que no hay periodista que no se crea a ratos llamado a un destino heroico a lo Dutton Peabody, aunque no se imagine ese edificante ideal ambientado en un bronco decorado del Far West, sino más bien en la redacción de The Washington Post durante el asunto Watergate... y, por supuesto, renuncie gustoso al paso por traumatología del viejo héroe. Quizá hoy los únicos émulos de Peabody que están padeciendo peor martirio que él sean los compañeros de la prensa argelina, y, si Dios y la Ertzairtza no lo remedian, algunos profesionales corajudos del País Vasco: en ambos casos afrontan a brutos desalmados que dejan en mantillas a Liberty Valance y sus muchachos.

Sin embargo, también la sombra denostada de Kane tiene partidarios que no se atreverían a confesar su admiración por él en público, quizá ni siquiera a sí mismos en la intimidad de su conciencia. Y no pocas veces Ios émulos de Dutton Peabody y los de Kane son los mismos, pues dentro de ellos se declaran cómplices ambos arquetipos, simbiosis que se justifica más o menos secretamente razonando que hoy en día no se puede luchar eficazmente contra Liberty Valance sino aceptando en buena parte las estrategias poco limpias del magnate sin escrúpulos. Y quizá esa actitud no sea mera hipocresía. El aumento exponencial de la importancia de la información en la sociedad actual, cuya complejidad es inabarcable, y la multiplicación universal de noticias imponen seleccionar, orientar, subrayar y, en último término, manipular siempre en cierta medida la atención del cliente que lee, oye o contempla. El antiguo ideal educativo del humanismo, que hoy parece elitista y por tanto descartable, pretendía fraguar en cada cual la capacidad de crearse una opinión personal a partir de la tradición y la experiencia; de lo que ahora se trata es de configurar una opinión pública, maremoto populista sobre cuyas olas puedan viajar los caudillos de masas que gobiernan las grandes democracias. Una de las pensadoras imprescindibles de la modernidad, Hannah Arendt, propugnó sin demasiado éxito la urgencia de delimitar el espacio público en el que debían afrontarse las opiniones propias de cada cual. Pero lo que cuenta actualmente más bien es promocionar un espacio de unanimidad masiva que vuelva irrelevantes o excéntricos los criterios personales. Para lograr esta mentalidad coral que no tiene por qué ser mala en sí misma, pues lo mismo puede convenir en lo reactivo y persecutorio que en el humanitarismo solidario- parecen ser imprescindibles los manejos de Kane, y no basta ya con el simpático coraje individual de Dutton Peabody.

Los medios de comunicación son una forma de poder: eso es indudable. Como todo poder, entra en colisión con otros, se mide con ellos, busca su propio espacio de dominio y puede ejercer una influencia emancipadora o esclavizante sobre la autonomía de los individuos de la democracia masificada. Como también ocurre en el terreno de la educación, lo liberador y lo avasallador son a veces difíciles de discernir y aún más de separar. La denuncia mediática sobre tal o cual aspecto social oficialmente maquillado casi siempre es útil, pero nunca inocente: el mismo paladín que nos abre los ojos sobre ciertas cosas puede contribuir simultáneamente a cerrárnoslos para otras no menos importantes. No enturbian estas perplejidades, desde luego, el triunfalismo polémico que caracteriza las aportaciones de Contra el poder (Ed. Temas de Hoy), el libro que sirve de plataforma a un grupo de profesionales de la información reunidos en la AEPI (Asociación de Escritores y Periodistas Independientes). El propio título ya se presta al equívoco, pues desde la contraportada, corroborada luego por varios de los autores, la AEPI se presenta también como un poder, aunque sea un poder contrapoder; es decir, un poder contra el poder de otros, como todos los poderes. Quizá hubiera sido más sincero, aunque menos eufónico, denominar este compendio Contra el Gobierno socialista o Contra manipulaciones informativas favorables al Gobierno socialista.Nada hay que reprochar en principio a este objetivo, de cuya utilidad pública se han dado en los últimos años notables pruebas, salvo la autosatisfacción carente de cualquier matiz crítico con que se ofrece. En la AEPI, como es lógico en una agrupación de figuras tan diversas, hay de todo: desde columnistas cuyo nombre ya está ligado para siempre a la historia del género, como Umbral, o buenos periodistas de investigación hasta Pablo Sebastián, que es al periodismo hispano lo que los golfos apandadores a los tebeos de Mickey Mouse, ciertos peristas de dossieres robados o la aportación mediterránea de algún ximplet, como diría Pujol. Preside el conjunto la denostación permanente de la concordancia informativa de los medios rivales y la entusiasta promoción de la propia. A algún miembro de la AEPI le he oído yo por radió a la hora del desayuno, le he leído a media mañana, le he visto en televisión a mediodía, en la radio otra vez por la tarde y de nuevo en televisión por la noche, siempre denunciando con el mismo brío la mordaza que el felipismo ha impuesto a las voces disidentes y la insoportable concentración de medios periodísticos en unas pocas manos. Observa Gibbon que, leyendo a Tito Livio, uno podría suponer que el Imperio Romano conquistó el mundo en defensa propia. De igual forma, la lectura de Contra el poder parece sugerir que los miembros de la AEPI llevan a cabo su inquisición periodística movidos exclusivamente por el terrible agobio de la autocracia informativa gubernamental y sin ninguna ambición propia, sin ningún afán de revancha contra otros medios un día amados o sin el propósito de ganar preeminencia sobre ellos en el favor público y sobre todo sin que nuevos intereses económico-políticos respalden una tarea de demolición a veces muy oportuna pero en otros casos bastante sectaria. ¿Independientes? Bueno, eso depende.

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Los que leemos más por vocación que por oficio cuatro o cinco periódicos al día (uno más si cuento el Sporting Life en temporada hípica) disfrutamos con las buenas polémicas como cada quisque, pero sentimos cierta amargura cuando da la impresión de que los enfrentamientos tienen el objetivo de ampliar el mercado y no de ampliar el campo de la verdad. ¿Es imprescindible que la honestidad propia se reafirme primordialmente poniendo en cuestión la ajena? ¿Sale ganando el público con tales intercambios de chismorreos ácidos o sólo logramos la promoción de unos cuantos títeres de cachiporra que estragan su paladar en lugar de formarlo? No sé, me gustaría poder preguntarle su opinión a Dutton Peabody sobre todo esto.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.

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