Tribuna:

El Rey, la concordia y la extravagancia

No es, en absoluto, una casualidad la coincidencia producida sobre el escenario de la política nacional entre una grave quiebra de la concordia, por un lado, y la aparición del Rey y de Adolfo Suárez como antídotos. El Rey es, por descontado, un personaje histórico sobre cuya actuación cabe establecer un balance muy positivo, pero también la personificación de la concordia de los españoles y del permanente recuerdo de su necesidad. Sus poderes son mínimos, (te modo que tan sólo muy de tanto en tanto deja caer una llamada de atención, a la que merece la pena prestar oídos. Lo ha hecho en estos ...

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No es, en absoluto, una casualidad la coincidencia producida sobre el escenario de la política nacional entre una grave quiebra de la concordia, por un lado, y la aparición del Rey y de Adolfo Suárez como antídotos. El Rey es, por descontado, un personaje histórico sobre cuya actuación cabe establecer un balance muy positivo, pero también la personificación de la concordia de los españoles y del permanente recuerdo de su necesidad. Sus poderes son mínimos, (te modo que tan sólo muy de tanto en tanto deja caer una llamada de atención, a la que merece la pena prestar oídos. Lo ha hecho en estos días, en sintonía estrecha con Adolfo Suárez, reproduciendo ese tándem tan perfectamente sincronizado durante los momentos más difíciles de la transición. El ex presidente, espléndido en su capacidad de sobrevolar la, política española, ha encontrado el punto justo de sinceridad despegada y voluntad profunda de concordia.Parece obvio que el mensaje debe ser atendido. Ha llegado un momento en que la confrontación en el seno de la clase política -infinitamente superior a la existente en la propia sociedad- ha llegado a convertirse en una adicción que reduce el debate a un monótono y triste choque de banderías en el cual cada episodio no introduce otra cosa que un paso más en la espiral de ferocidad. De este modo resulta patente el desaprovechamiento de una excelente ocasión para pensar en los problemas del futuro, cuando eso es lo mínimo que cabría esperar en un momento en que se va a abrir una nueva etapa. Ya ni siquiera interesa cómo hemos llegado a una situación como ésta; lo importante ahora debiera ser que todos contribuyéramos a rebajar el nivel de exasperación que sólo proporciona decibelios y ni siquiera es garantía de mejora de la posición propia en las encuestas. Sería bueno que todos adoptáramos ahora la divisa de Jovellanos: "¿Acaso por ser ellos frenéticos debemos ser nosotros estúpidos?".

Llama la atención, en el momento presente, la inutilidad de este género de discordia. Si hay algo que se ha hecho patente en los últimos meses es que el Estado de derecho funciona y que los españoles van a decidir su destino colectivo de aquí a unas semanas. Hay, además, dos malas noticias que comunicar a los que han convertido en ejercicio habitual la corrosión a ultranza del adversario. Nadie va a desaparecer, y, en el tramo final del enfrentamiento, obtendrá los mejores resultados quien sea capaz de apelar al poso de voluntad de consenso heredado de la transición. ¿Para qué seguir, por tanto, con este juego entre estúpido y siniestro?. No es necesario decir que la grave quiebra de la concordia avería gravemente la convivencia, pero quizá convenga también recordar que, antes todavía que: eso, pone en peligro el ejercicio de la inteligencia. Azaña fundaba la moderación en "el conocimiento de la realidad, es decir en la exactitud". En los últimos tiempos hemos tenido, sin embargo, cumplidas pruebas de que el clima exasperado parece autorizar la circulación de actitudes que son una agresión palpable a la sindéresis, que es la forma que tenemos los pedantes de denominar al sentido común. Un periodista que ha obtenido éxitos editoriales elaborando una biografía inacabable (y, quizá, subvencionada) de un financiero procesado, ataca a quien ha de juzgarle y ese comportamiento no parece despertar ninguna protesta social o corporativa. Se argumenta en contra de la concesión del suplicatorio de un diputado no por la cuestión de la que se le acusa en sí, sino por la catadura -supuesta o real- de sus adversarios. Cuando el suplicatorio se concede, el principal partido de la oposición lo único que interpreta es que el del Gobierno está dividido, olvidando que lo esencial era votar en conciencia. Admitir como normales esos comportamientos es pura extravagancia. Un espectáculo como el descrito produce una tristeza profundo, y explica la desafección de los españoles por sus políticos. "Nos conducimos como gente sin razón, sin caletre", pensaba Azaña. Da la sensación de que hoy todavía se reproduce ese diagnóstico, pero, porque hemos recibido ese mensaje de atención, podemos también rectificar el panorama.

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