Tribuna:FÚTBOL PRIMERA DIVISIÓN

Te esperamos, Caminero

Convencido de que en determinadas ocasiones dejarse la piel en el campo no es suficiente, José Luis Pérez Caminero se dejó un pómulo ante el Barcelona.Fue durante una de esas reyertas del área en las que los futbolistas deben participar más por razones de prestigio que de utilidad. Había que pelear un balón en busca de un improbable gol de carambola, así que chocó primero con Sergi y luego con Busquets; poco después estaba sacudiéndose la cabeza en un ácido ambiente de sudor y lilimento. Tenía dos sugestiones: un zumbido impreciso en las sienes y una sensación de asimetría en la cara. Cuando q...

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Convencido de que en determinadas ocasiones dejarse la piel en el campo no es suficiente, José Luis Pérez Caminero se dejó un pómulo ante el Barcelona.Fue durante una de esas reyertas del área en las que los futbolistas deben participar más por razones de prestigio que de utilidad. Había que pelear un balón en busca de un improbable gol de carambola, así que chocó primero con Sergi y luego con Busquets; poco después estaba sacudiéndose la cabeza en un ácido ambiente de sudor y lilimento. Tenía dos sugestiones: un zumbido impreciso en las sienes y una sensación de asimetría en la cara. Cuando quiso repasarse las facciones con los dedos, no consiguió encontrarse el pómulo izquierdo. Dicho en pocas palabras, aquello significaba que tenía la cabeza rota. Una hora más tarde, los médicos habían hecho un rápido cálculo de daños: dos meses de hospital.

La lesión no era sólo un incidente casual; era sobre todo la alegoría de una dura carrera. Desde su época juvenil, José Luis tuvo dos rasgos muy peculiares: una potencia mecánica de locomotora y un dramático gesto de segador. Entonces jugaba como extremo derecho, era en realidad uno de esos volantes largos que convierten una banda en una línea de ferrocarril. Nunca se conformó con escoltar a los goleadores: ganaba la línea de fondo con el aplomo de un tractor; allí volvía la mirada hacia el palo y tiraba unos centros cargados de electricidad que eran tres cuartos de gol. Aquellas galopadas eran inconfundibles por su sonido y por su estampa: su figura de percherón estaba rematada por un chocante flequillo de pájaro loco que caía a izquierda y derecha, con los movimientos de la zancada, como un péndulo de crin.

En el Valladolid Pacho Maturana le hizo jugar de hombre libre. Se encargaba del último cruce con la seguridad de un escribano; movilizaba su repertorio de delantero y resolvía las situaciones más comprometidas con un variado juego de recortes, pases, amagos y diagonales. Con ello terminó de completar su formación: dos años después era uno de los jugadores más valiosos del fútbol español.

Desde su llegada al Atlético de Madrid su trayectoria ha sido irreprochable. Tres temporadas le han bastado para dejar escrito un tratado completo del juego entre líneas; ese viejo arte hecho a la medida de los futbolistas que se han ganado la libertad.

Mientras vuelve del quirófano, le reservaremos su lugar en el círculo mágico. Que nadie piso el círculo central.

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