Tribuna:

Macanudo, Jorge

El partido Madrid-Barcelona, El Partido, se atuvo escrupolosamente al guión que Jorge Valdano había escrito en una larga semana de insomnio y tinta.Fiel al, irrenunciable principio "Que cambien ellos", organizó a sus chicos según el dibujo habitual: un rombo bicéfalo sobre una peana de cuatro; el diagrama de un bailarín en pleno salto. El método de trabajo tampoco tendría secretos. En la base, Hierro y Sanchis, atentos como vijías, deberían dar la voz de alarma y salir al cruce. Lasa sería la biela izquierda, y Flores, el forúnculo de Stoichkov. Por delante, Milla haría de metrónomo; Am...

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El partido Madrid-Barcelona, El Partido, se atuvo escrupolosamente al guión que Jorge Valdano había escrito en una larga semana de insomnio y tinta.Fiel al, irrenunciable principio "Que cambien ellos", organizó a sus chicos según el dibujo habitual: un rombo bicéfalo sobre una peana de cuatro; el diagrama de un bailarín en pleno salto. El método de trabajo tampoco tendría secretos. En la base, Hierro y Sanchis, atentos como vijías, deberían dar la voz de alarma y salir al cruce. Lasa sería la biela izquierda, y Flores, el forúnculo de Stoichkov. Por delante, Milla haría de metrónomo; Amavisca y Luis Enrique oficiarían de pistones, y Laudrup manejaría el radiofaro. Como siempre, Zamorano y Raúl completarían la tarea de demolición; pondrían las cargas de veneno y dinamita.Así, pues, Jorge no se permitiría ni un solo farol poético. Cuando el enemigo tuviese la pelotajos chicos deberían cortar las líneas de aprovisionamiento. Ronald Koeman, Josep Guardiola y José Mari Bakero serían hostigados continuamente por distintas cuadrillas de saboteadores; Hagi, el mago que lee entre líneas, estaría siempre rodeado de sabuesos y espías, y Stoichov, el hombre de los balones de oro, todavía deslumbrado por las luces de París, jugaría bajo los efectos de una nube de champaña. Auxiliares, comparsas y demás personal subalterno ocuparían sus ventanillas habituales bajo un mismo criterio de vigilancia en zona.

Al fondo, perdido entre el dólar y la melancolía, Romario de Sousa esperaría su oportunidad en silencio.

Para que lo escrito se cumpliese textualmente, Cruyff, el viejo gobernador, debería sufrir su tradicional ataque de madriditis. Agregaría un cuarto hombre, Abelardo, a la defensa; condenaría a Guardiola a tareas de recadero; contaminaría su propia zona con marcajes individuales, mixtos, tangenciales y yuxtapuestos; y convertiría a su equipo en una sopa de letras. Cinco años después de haber inventado la más exquisita maquinaria de precisión, había decidido jugar el partido del siglo con un reloj de cuco.

A la hora señalada, se abrió la portezuela y salió el pajarito. Sin perder un segundo, Zamorano, Luis Enrique y Amavisca comenzaron a disparar contra él. Cuando terminó el encuentro, el reloj se llamaba venganza.

Eran las once de la noche, pero marcaba, naturalmente, las cinco en punto.

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