Tribuna:

La espina del 'elefante ruso'

Borís Yeltsin no ha esperado al 15 de diciembre, fecha en la que expiraba su ultimátum a Dzhojar Dudáiev, para invadir la pequeña república caucasiana de Chechenia. El domingo por la mañana, columnas de carros de combate, apoyadas por la aviación, salieron de Mozdok, en Osetia del Norte, con la orden de acabar con cualquier intento de resistencia de los chechenos. Fue en Mozdok donde, en 1942, el Ejército Rojo, mal equipado y sin cobertura aérea, frenó la ofensiva de la Wehrmacht para apoderarse del petróleo checheno de Grozni y del de Bakú, en Azerbaiyán. Al alba del pasado domingo salió de l...

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Borís Yeltsin no ha esperado al 15 de diciembre, fecha en la que expiraba su ultimátum a Dzhojar Dudáiev, para invadir la pequeña república caucasiana de Chechenia. El domingo por la mañana, columnas de carros de combate, apoyadas por la aviación, salieron de Mozdok, en Osetia del Norte, con la orden de acabar con cualquier intento de resistencia de los chechenos. Fue en Mozdok donde, en 1942, el Ejército Rojo, mal equipado y sin cobertura aérea, frenó la ofensiva de la Wehrmacht para apoderarse del petróleo checheno de Grozni y del de Bakú, en Azerbaiyán. Al alba del pasado domingo salió de la misma ciudad un ejército ultramoderno, no para luchar contra un enemigo de la talla de la Wehrmacht, sino contra una minúscula república montañosa de 1.200.000 habitantes que ni siquiera tiene ejército regular.Según Moscú, el objetivo de la operación no es tomar Grozni, sino ocupar el territorio para obligar a dialogar al presidente checheno. En suma, los rusos aceptan negociar con el general Dudáiev, pero a partir de una posición de fuerza. Quizá le lleven esposado al Kremlin, como hizo Bréznev con los dirigentes checoslovacos en 1968. Pero los tiempos no son los mismos: el partido de la guerra del Kremlin, aglutinado por el general Korjakov, jefe de la guardia presidencial y hombre fuerte del régimen, ha impuesto su estrategia, aunque con la resuelta oposición de un gran número de militares y de la casi totalidad del Parlamento. Hasta el partido de Yegor Gaidar, el más fiel a Yeltsin, se ha pronunciado contra el recurso a la fuerza en Chechenia. Incluso suponiendo que el general Dudáiev capitule -y es poco probable-, la invasión significa un giro decisivo tanto para la historia de la Rusia poscomunista como para la del Cáucaso. Pero vayamos al principio.

El general. Dudáiev, elegido presidente de Chechenia el 27 de octubre de 1991 con el 91% de los sufragios, proclamó el día mismo de su elección la independencia de su país. Desde su primer discurso, advirtió a los rusos que si no aceptaban ese hecho consumado levantaría contra ellos a todos los musulmanes del Cáucaso. "El siglo pasado, el Ejército zarista ganó porque al frente de los musulmanes estaba un imam (Chamil) y no un general como yo". Esto sonaba a fanfarronada, pero en Moscú la inmensa mayoría del Sóviet Supremo se pronunció contra el ucase de Borís Yeltsin que instauraba el estado de excepción en Chechenia. El ministro de Defensa de aquel entonces, el mariscal Chapochnikov, declaró que su Ejército no intervendría jamás en conflictos interétnicos y que, por tanto, no tenía nada que hacer en la disputa entre rusos y chechenos. Unos días más tarde, las tropas rusas evacuaron Grozni dejando sobre el terreno todas sus armas. El general Dudáiev había ganado la primera mano de su pulso contra Moscú.

Desde entonces, la pintoresca república petrolera se ha convertido, como se suele decir, en "una espina clavada en el pie del elefante ruso". El general Dudáiev, que nació en un vagón precintado durante la gran deportación de los pueblos musulmanes decretada en 1944 por Stalin, fue el primer checheno que alcanzó el rango de general de aviación en el Ejército soviético, y uno de los primeros en ser pasado a la reserva, a la edad de 47 años, por sus ideas independentistas. Dzhojar Musaievich Dudáiev mandó imprimir en Londres, con gran coste, pasaportes con el encabezamiento en latín de Ceceni Respublica y luego partió a Oriente Próximo pilotando su avión presidencial para mostrar su reconocimiento a la solidaridad islámica. Sólo fue recibido en Ammán y, tras la firme protesta de Rusia, los jordanos tampoco establecieron relaciones con Grozni. El elefante ruso ganó, pues, la segunda mano al aislar Chechenia y mantener la ficción de que seguía formando parte de la Federación Rusa.

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Luego, durante dos años, se estableció un tácito modus vivendi entre Grozni y Moscú. Los chechenos se negaron a participar en las elecciones legislativas rusas de 1993 y sus escaños en el Parlamento permanecieron vacíos. Por su parte, el Gobierno ruso votaba cada año una subvención de 140.000 millones de rublos para Chechenia, pero no le daba ni un cópec. Dudáiev se las arreglaba bien: Chechenia no es Kuwait, pero produce el suficiente petróleo como para vivir, vendiéndolo a las nuevas compañías comerciales rusas y exportándolo a Stravopol. Pero este comercio tan poco ortodoxo engendró grandes designaldades y un serio descontento entre la población. La popularidad del general Dudáiev comenzó a decaer.

En 1993 disolvió el Parlamento y mandó encarcelar a los opositores que le acusaban de haber depositado en Jordania millones de petrodólares. El pasado verano, el alcalde de Grozni, Beslan Gantemirov, comenzó a organizar una resistencia armada en los pueblos pertenecientes a su clan. Poco después se le sumó el capitán de la guardia presidencial, Ruslan Labazanov, también apoyado por su clan. Para Moscú, eso era una ganga: el siglo pasado, el general zarista Iermolov había dicho: "La única manera de abatir a los chechenos es incitarles a pelearse entre sí".

De repente, el Kremlin desbloqueó los créditos a Chechenia y se los dio a Umar Avturjanov, que se proclamó en Moscú presidente del Consejo Provisional checheno. Avturjanov, un ex oficial del Ministerio del Interior ruso, prácticamente desconocido en su país, se puso a reclutar "voluntarios", pagándoles magníficamente por hacer sabotajes más o menos imaginarios: sobre puentes que nunca han existido, líneas de ferrocarril jamás construidas, etcétera. Moscú se declaró muy preocupado por la guerra civil en Chechenia. Y Ruslan Jazbulatov, ex presidente del Sóviet Supremo, volvió a su tierra natal para intentar una mediación entre los beligerantes. No estaban dispuestos a negociar.

El 15 de octubre, las tropas de Gantemirov y Labazanov lanzaron una ofensiva sobre Grozni que se saldó con un estrepitoso fracaso. En Moscú, el FSK (heredero del KGB), convencido de que los chechenos buenos no conseguirían solos desalojar a los malos, decidió echarles una mano reclutando entre las mejores divisiones rusas la dotación para los tanques ya enviados a Chechenia. De este modo, el 26 de noviembre Grozni fue invadido y los carros blindados "de la oposición" llegaron hasta el Palacio Presidencial de Dzhojar Dudáiev. La agencia Itar-Tass anunció la huida de este último. En realidad, fueron los invasores los que tuvieron que huir, y más de cien militares rusos, entre ellos una veintena de oficiales, fueron hechos prisioneros. La batalla del 26 de noviembre causó, en un día, un centenar de muertos y un millar de heridos -muchos más que los que ha causado la de Bihac durante un mes-, pero no suscitó la menor condena de la comunidad occidental. Nadie en la cumbre de Budapest ha preguntado a Borís Yeltsin por lo que está pasando en Chechenia.

Moscú negó rotundamente su participación en la batalla de Grozni y haber lanzado su aviación sobre la capital chechena. Entre los objetivos destruidos figuran el hospital psiquiátrico, el barrio residencial donde vive Dudáiev y el aeropuerto civil. Dudáiev hizo un llamamiento a las mujeres y a los niños para que evacuen la ciudad. Y una vez más, el Kremlin declaró que no sabía el origen de los aviones que han bombardeado Grozni.

Fue demasiado. En primer lugar, para algunos militares rusos. El general Borís Poliakov, comandante de la división blindada Kantemirovska -entre cuyos miembros se reclutó la dotación de seudovoluntarios-, dimitió. Tres viceministros de Defensa, a la cabeza de los cuales está el general Borís Gromov, ex comandante en jefe en Afganistán, condenaron la operación del 26 de noviembre. Finalmente, el ministro de Defensa, el general Pável Gradchev, aceptó ir a Ingushetia para encontrarse en terreno neutral con Dudáiev -su viejo camarada de la guerra de Afganistán-, a quien confesó: "Sí, son los nuestros, tanto los soldados como los oficiales y los aviones". Como buen jugador, el general Dudáiev dejó en libertad a los prisioneros rusos que le han servido de escudo frente a una eventual invasión.

Es cierto que en esos momentos, a principios de diciembre, parecía que el partido de la guerra del general Korjakov daba marcha atrás y Rusia terminaría negociando con Chechenia. Ése era el deseo de prácticamente todas las fracciones de la Duma que enviaron, cada una por su parte, delegaciones a Grozni. Desde Serguéi Yuchenkov, presidente de la Comisión de Defensa, hasta VIadímir Yrinovski decían al unísono, con buenas o no tan buenas razones, que no había una salida militar al conflicto. Unos porque sabían que, como en Afganistán, las armas no arreglarían nada en el Cáucaso; otros, como Solzhenitsin, porque consideran que Rusia no tiene nada que hacer en esta región rebelde que ya ha sufrido demasiado el colonialismo zarista y el soviético. Pero Yeltsin se negó a recibir a los parlamentarios.

Poco a poco, el partido de la guerra del general Korjakov ha llegado a ser mayoritario en el Consejo de Seguridad Nacional de Yeltsin. Estos halcones creen que un blitzkrieg en Chechenia daría una capa de oro al ajado blasón del presidente de Rusia. Cuentan también con la xenofobia antichechena de una población que ha sido calentada contra esos culos negros caucasianos, que serían todos mafiosos. Esa propaganda no data de hoy: el año pasado, el portavoz del Kremlin declaraba que "el peor ruso vale más que el mejor checheno". Por tanto, se ha elegido bien al enemigo.

Desgraciadamente para Yeltsin, ese enemigo está pertrechado en las montañas del Cáucaso y no es fácil de abatir. En el diario moscovita Izvestia, Otto Lacis, hasta ahora a favor de Yeltsin, señala que si los irlandeses del IRA han sabido hacer fracasar al Ejército británico durante toda una generación, es probable que los caucasianos no sean menos eficaces. Con una diferencia: que la democracia británica no ha sufrido demasiado por la guerra en el Ulster, mientras que la rusa, ya moribunda, no sobrevivirá a la guerra del Cáucaso. ¿Pero no es precisamente ése el objetivo del general Korjakov, un veterano del KGB?

K. S. Karol es periodista francés especializado en cuestiones del Este.

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