Tribuna:

La Gran Reforma

La celebración laica del día de la Constitución parece gafada no sólo por la desleal competencia que implica la prosapia religiosa de la fiesta de la Inmaculada, sino también por cierta incapacidad de la clase política democrática -de derechas o de izquierdas, en el poder o en la oposición, central, autonómica, provincial o municipal- para instalar esa solemnidad en el corazón de nuestra cultura cívica. Tal vez la fecha más adecuada para la conmemoración no fuese el 6-D, sino el 23-F: si bien el referéndum popular de 1978 aprobó el texto previamente sancionado por las Cortes, sólo la amenaza d...

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La celebración laica del día de la Constitución parece gafada no sólo por la desleal competencia que implica la prosapia religiosa de la fiesta de la Inmaculada, sino también por cierta incapacidad de la clase política democrática -de derechas o de izquierdas, en el poder o en la oposición, central, autonómica, provincial o municipal- para instalar esa solemnidad en el corazón de nuestra cultura cívica. Tal vez la fecha más adecuada para la conmemoración no fuese el 6-D, sino el 23-F: si bien el referéndum popular de 1978 aprobó el texto previamente sancionado por las Cortes, sólo la amenaza del golpe de Estado de 1981 consiguió que la sociedad española interiorizase los valores de la Constitución. Sin embargo, las aguas bautismales de los natalicios resultan más apropiadas para las conmemoraciones litúrgicas que las bofetadas confirmatorias de la edad de la razón; el bautizo de pueblo que Peces-Barba instauró cuando era presidente del Congreso sigue cumpliendo penosamente esa función simbólica.En sus 16 años de vida, la Constitución de 1978 ha superado con éxito las más duras pruebas de resistencia de los materiales: sobrevivió en 1981 a un pronunciamiento militar, amparó en 1982 la alternancia en el poder y posibilitó el audaz experimento de crear desde la nada el Estado de las autonomías. Era inevitable, sin embargo, que la usura del tiempo se dejase sentir en su articulado; mientras que la práctica política ha mostrado la disfuncionalidad de algunas instituciones y preceptos, los problemas nuevos no encuentran siempre una respuesta constitucional adecuada. La tolerancia hacia las equivocidades e imprecisiones fueron el precio a pagar por el consenso de 1978; algunas de las letras giradas hace 16 años por esa ambigüedad calculada han vencido ahora y deberán ser canceladas mediante modificaciones del texto constitucional

El Tratado de Maastricht impuso la primera reforma: el artículo 13 permite ya el sufragio pasivo de los ciudadanos europeos. La segunda modificación tendrá como meta la transformación del Senado en una verdadera "Cámara de representación territorial" del Estado de los autonomías. Las labores de mantenimiento podrían extenderse a otras estancias. del edificio; como señala Javier Pérez Royo en su Curso de Derecho Constitucional, si la Constitución no dispusiera de un mecanismo de adaptación eficaz sería "un instrumento inservible para la autodirección política de la sociedad". Pero esas imprescindibles reformas -con minúscula- se hallan en las antípodas de la indeseable reforma constitucional -con mayúscula- propugnada por el equipo habitual de salvadores de la patria.

Los arbitristas de esa Gran Reforma, deseosos de alterar las reglas del fuego para hacer saltar la banca, suelen despreciar Ios costes de su fantásticos falansterios y las preferencias de sus inquilinos. De un lado, las movilizaciones sociales orientadas a promover la Gran Reforma se rían legalmente inoperantes: los mecanismos de revisión constitucional no pueden ser puestos en marcha por la iniciativa popular del artículo 87.3. De otro, los procedimientos previstos por la Constitución para su propia modifica ción exigen. un amplísimo consenso político y social. Si la revisiowafectase al título preliminar, a la Corona o a los derechos fundamentales y libertades públicas, sería necesaria su aprobación por los dos tercios del Congreso y del Senado durante dos legislaturas diferentes, separadas en tre sí por unas elecciones generales convocadas con ese propósito, y por un referéndum popular; las demás reformas requerirían la aprobación de los tres quintos de cada Cámara y un referéndum de ratificación si así lo pidiera una décima parte de los diputados o senadores. A la vista de ese panorama, cualquier programa de Gran Reforma que no contase cuando menos con el apoyo de socialistas y populares se parecería más a los locos inventos del tebeo que a los proyectos políticos racionales.

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