Tribuna:

Renacer del México bárbaro

Huelga decir que pasará mucho tiempo antes de que sepamos quién mató realmente a José Francisco Ruiz Massieu, el segundo político mexicano de primera línea en morir a manos de un asesino en lo que va de año. Simplemente, si recordamos la danza de versiones y contraversiones en tomo al asesinato de Luis Donaldo Colosio, resulta obvio que muchas de las acusaciones y suposiciones pueden desvanecerse para ser sustituidas por otras, igualmente inverosímiles. Ello no obsta, sin embargo, para tratar de sacar algunas conclusiones iniciales acerca de la muerte del secretario general del PRI y para espe...

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Huelga decir que pasará mucho tiempo antes de que sepamos quién mató realmente a José Francisco Ruiz Massieu, el segundo político mexicano de primera línea en morir a manos de un asesino en lo que va de año. Simplemente, si recordamos la danza de versiones y contraversiones en tomo al asesinato de Luis Donaldo Colosio, resulta obvio que muchas de las acusaciones y suposiciones pueden desvanecerse para ser sustituidas por otras, igualmente inverosímiles. Ello no obsta, sin embargo, para tratar de sacar algunas conclusiones iniciales acerca de la muerte del secretario general del PRI y para especular sobre posibles teorías interpretativas de lo que ha sucedido en México desde mayo de 1992, cuando ocurre el primer magnicidio: el del cardenal Posadas, en Guadalajara.Una primera afirmación casi se impone por su evidencia misma. A condición de rechazar la hipótesis del loco solitario en el caso Colosio, y aun si desligamos cada uno de los asesinatos de los demás y aceptamos que no son producto de una conspiración articulada, es claro que los procedimientos tradicionales para dirimir controversias y diferendos entre las élites mexicanas se encuentran en un lamentable estado de disfuncionalidad definitiva.

Desde hace décadas, todos los estudiosos del sistema político mexicano y de su legendaria estabilidad formularon dos tesis explicativas torales: la permanencia del sistema derivaba en primer término de la creacón, a partir de 1929, de métodos para resolver pacífica y ordenadamente las pugnas y litigios entre élites, incluyendo la madre de todos los conflictos: el de saber quién manda cada seis años. La segunda tesis acompañaba a la primera como su sombra: la ausencia de divergencias violentas entre los de arriba requería de una atenuación de la violencia y el descontento entre los de abajo; es decir, exigía mejoras constantes, aunque paulatinas y modestas, de la suerte de las vastas masas empobrecidas del país. Ambas condiciones se cumplieron durante los años del verdadero "milagro mexicano", e incluso a lo largo del interminable ocaso del mismo: hasta principios del decenio de los ochenta.

Lo que la colección de asesinatos del sexenio de Carlos Salinas revela es que al estancamiento en los incrementos de los niveles de vida de los mexicanos que se instala a partir de 1981 (conviene recordar que en dólares constantes el producto interior bruto per cápita en México hoy es menor que en 1981) se aunó el colapso de los mecanismos tradicionales de resolución de conflictos entre élites. Desde cierto punto de vista, da exactamente lo mismo que la víctima del atentado del aeropuerto de Guadalajara, el año pasado, hubiera sido el narcotraficante de nombre Chapo Guzmán o el cardenal Posadas, o el nuncio papal, Girolamo Prigione. Los jerarcas de la Iglesia forman parte de las élites de este país desde los primeros días de la conquista; los narcotraficantes, por lo menos a partir del momento en que se convirtieron y engrosaron las filas de los empresarios más eficientes, adinerados y poderosos de varias de las principales regiones de México.

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Da más o menos lo mismo también que Colosio haya sido asesinado por narcos de Tijuana, por priistas locales desencantados o por dinosaurios del PRI de trayectoria nacional. Lo importante es que cualquiera que fuera la identidad de las partes en conflicto y el origen del antagonismo entre ellos, prefirieron recurrir -o se vieron aculados a ello- a los balazos que a la negociación o la componenda, a la antigua. Por último, es en buena medida indiferente que Manuel Muñoz Rocha y Abraham Rubio Canales (si es que fueron ellos) hayan mandado ultimar a Ruiz Massieu por órdenes del narco, por resentimientos personales o -aunque eso sólo se lo pueden creer los corresponsales extranjeros- porque se oponían a las audaces reformas democratizadoras que el ex gobernador de Guerrero pensaba iniciar. En cualquiera de estas versiones, resulta evidente que los mecanismos de antes para zanjar diferencias entre esas élites -narcoem presarios, políticos de distintos grupos, alas ideológicas divergentes del partido en el poder-, sencillamente dejaron de operar.

El mentado desorden que deja Carlos Salinas de Gortari consiste esencialmente en esto: por diversas razones, su Gobierno desmanteló o abandonó muchos de los resortes tradicionales de solución de controversias entre las élites. La corrupción no menguó, por supuesto, pero fue limitada a algunos privilegiados. El reparto de privilegios, puestos, prebendas, empleos, diputaciones, gubernaturas, becas, embajadas -y toda la parafemalia del sistema político mexicano fue estrechándose, a la vez que la oferta de favores encogía. Simultáneamente, las consecuencias de dirimir pleitos de otro modo -por las malas- disminuían: incontables asesinos quedaban impunes. En ausencia de premios por portarse bien y de castigos por conducirse mal, no se requería de una gran sapiencia para decidir cómo actuar si quería uno ajustar cuentas con algún enemigo, rival o competidor.

Pero al mismo tiempo que Salinas destruyó lo que había, se despreocupó de construir algo nuevo, y, en particular, de colocar el único sistema sustitutivo viable a finales del siglo XX en cualquier país como México: una estructura de democracia representativa mínimamente auténtica, y un Estado de derecho que impartiera justicia y garantizara seguridad con alguna eficacia. Manuel Muñoz Rocha quizá no hubiera ordenado el homicidio de Ruiz Massieu por no haber sido nombrado gobernador o senador de Tamaulipas, si hubiera tenido la más tenue esperanza de poder alcanzar uno u otro cargo por otra vía que no fuera el dedazo del jefe virtual o del jefe real del PRI. El país se quedó sin el sistema de antes, que con sus taras y vergüenzas le brindó medio siglo de estabilidad a la sociedad mexicana, y sin un sistema nuevo, basado en reglas diferentes, quizá más estrictas, pero aceptables para todos.

La segunda reflexión se refiere a las posibles explicaciones que la concatenación de hechos reciente puede recibir. En vista de la carencia de datos fidedignos, todo se vuelve especulación, pero algunas lucubraciones son más verosímiles que otras. Ouisiera proponer una, totalmente desprovista de fundamentos fáctuales, pero que quizá sea cierta. Arranca con el precedente colombiano y sigue un guión relativamente clásico. En Colombia, la guerra del narco contra el Estado se desata en serio con la ejecución de un sicario del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, el 30 de abril de 1984. El motivo de dicho asesinato, y de la guerra en su conjunto, fue el temor por parte de los carteles de que empezara a aplicarse el tratado de extradición firmado entre Colombia y Estados Unidos en 1982. En 1983, la extradición ya había sido autorizada, pero no fue puesta en práctica.

A partir del año siguiente, y hasta la abrogación del tratado mediante una enmienda constitucional el 4 de julio de 1991, los sucesivos capos del narco -los llamados extraditables- libraron una guerra sin cuartel contra el Estado colombiano. Lo hicieron no tanto por defender sus negocios -florecieron durante esa época-, sino para revertir una medida que, a su juicio, violaba los entendimientos tradicionales entre narco y Gobierno, y ponía en peligro su supervivencia. El Gobierno de Colombia se vio obligado primero a negociar y ratificar el tratado, ante todo por presiones de Estados Unidos. No fue hasta después de decenas de magnicidios y miles de víctimas de la guerra del narco que un presidente colombiano proamericano, pero sensato, comprendió que era preferible negociar con el narco que combatirlo. Al modificar la Constitución el Congreso a instancias de César Gaviria, Pablo Escobar se entregó, el cartel de Medellín se desplomó y el cartel de Cali se impuso, con sus costumbres más suaves, sus hijos en Harvard y su prosperidad recobrada.

Es posible que el régimen de Carlos Salinas de Gortari haya llegado a un acuerdo con el narco mexicano a comienzos del sexenio, que asegurara tres metas indispensables para ambas partes. La primera consistía en que el narco trajera parte de su dinero a México para ayudar a la balanza de pagos del país. Recuérdese al

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