Tribuna:

La ley de la gravedad

El poder del Estado es en el mundo de la política lo que la ley de la gravedad es en el reino de la naturaleza. Es el elemento que pone orden en los fenómenos políticos e impide qué la vida en sociedad sea. algo caótico e inmanejable.Ésta es la razón por la que, ante toda conducta política, individual o colectiva, haya que preguntarse siempre qué relación guarda con el Estado, con la conquista o, conservación del poder. Si aproxima a este objetivo, es políticamente sana. Si no, es patológica. Sin este punto de referencia, los acontecimientos políticos carecen de sentido y resultan inexplicable...

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El poder del Estado es en el mundo de la política lo que la ley de la gravedad es en el reino de la naturaleza. Es el elemento que pone orden en los fenómenos políticos e impide qué la vida en sociedad sea. algo caótico e inmanejable.Ésta es la razón por la que, ante toda conducta política, individual o colectiva, haya que preguntarse siempre qué relación guarda con el Estado, con la conquista o, conservación del poder. Si aproxima a este objetivo, es políticamente sana. Si no, es patológica. Sin este punto de referencia, los acontecimientos políticos carecen de sentido y resultan inexplicables.

Tengo la impresión de que la ley de gravedad no se ha tenido debidamente en cuenta en el análisis de los congresos provinciales del PSOE para elegir a los delegados al 330 Congreso Federal. De ahí la sorpresa ante los resultados de muchos comentaristas.

Y sin embargo, los resultados son de una lógica aplastante. Difícilmente podían haber sido distintos, a menos que el PSOE hubiera perdido por completo el instinto de conservación y estuviera inmerso en un proceso ya avanzado de descomposición.

Pues tales resultados no son más que la traducción al interior del partido de las consecuencias políticas de la sesión parlamentaria de febrero de 1990, en la que Alfonso Guerra informó en el Congreso del uso por su hermano Juan del despacho en la Delegación del Gobierno en Andalucía.

De manera justa o injusta -esto es políticamente irrelevante-, la sociedad española retiró ese día la confianza a Alfonso Guerra como dirigente nacional. Y se la retiró de manera irreversible, como los resultados de todos los sondeos vienen repitiendo de forma ininterrumpida.

Éste es un problema al que el PSOE, por los motivos que fuera, decidió no hacer frente de manera inmediata. Pero es un problema con el que tenía que enfrentarse en algún momento.

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Ciertamente, se le podría haber dado una respuesta sin necesidad de un pronunciamiento expreso si el vicesecretario general hubiera decidido difuminar su presencia política y mantenerse en un segundo plano. Pero una vez que, tras las elecciones del 6-J, decidió enfrentarse con el presidente del Gobierno y secretario general en el nombramiento del portavoz parlamentario en el Congreso de los Diputados y después en la lucha por el control del 33º congreso, el pronunciamiento expreso del partido resultaba imposible de evitar.

Y es lo que ha ocurrido a lo largo de este mes. La decisión de los congresos provinciales ha sido equívoca: quien ha perdido la legitimidad para dirigir la sociedad no puede pretender no ya ser el dirigente sino ni siquiera un punto de referencia importante en la definición política de un partido de Gobierno.

Esto es lo que los congresos provinciales han dicho. Les ha costado mucho decirlo. Lo han hecho en medio de una gran tensión y con mucho pesar, porque no en vano es un partido con una militancia de una edad media cercana a los 50 años, con una memoria histórica muy definida y proclive, por tanto, a cerrar filas en torno a un compañero agredido desde el exterior de una manera que muchos de ellos consideran con seguridad injusta.

Hubieran preferido, sin duda, no tener que decirlo. Pero los hombres, como decía Marx, hacemos la historia en condiciones independientes de nuestra voluntad. Cualquier otro resultado hubiera sido un suicidio.

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