Tribuna:

Crónica de un aniversario

En las taquillas lucían hermosos carteles de "no hay billetes". A diferencia del último encuentro de los jóvenes ante el Olympiakos y que sólo reunió a poco mas de 2.500 espectadores, el aspecto del Palacio de los Deportes madrileño era ayer el de una final europea. Ni una, ni dos, ni tres..., 12.000 personas esperaban impacientes la salida de sus ídolos: 20 baloncestistas que el tiempo no ha podido borrar de la memoria colectiva.A eso de las cuatro de la tarde (las tres para Cristóbal y Cabrera por razones de origen) y con cinco minutos de retraso (hubo que esperar a que el mecánico de...

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En las taquillas lucían hermosos carteles de "no hay billetes". A diferencia del último encuentro de los jóvenes ante el Olympiakos y que sólo reunió a poco mas de 2.500 espectadores, el aspecto del Palacio de los Deportes madrileño era ayer el de una final europea. Ni una, ni dos, ni tres..., 12.000 personas esperaban impacientes la salida de sus ídolos: 20 baloncestistas que el tiempo no ha podido borrar de la memoria colectiva.A eso de las cuatro de la tarde (las tres para Cristóbal y Cabrera por razones de origen) y con cinco minutos de retraso (hubo que esperar a que el mecánico desengrasase alguna maquinaria un poco oxidada) saltamos al campo. ¡Qué ovación! Todo el mundo, puesto en pie, saludaba la entrada de 20 kamikazes dispuestos a demostrar muchas cosas. Éramos 20 hombres sin piedad, con mirada decidida y unos cuerpos milagrosamente conservados. Como el retrato de Dorian Grey, pero en baloncesto.

La rueda de calentamiento fue increíble. Vuelos sin motor se sucedían sin parar y el personal coreaba los machaques. Vicente Ramos hacía una extensión saltando a dos pies para darse una vuelta en el aire y quedarse colgado del aro, cual vulgar primate, que cortaba la respiracion. Lolo Sainz (que, dicho sea de paso, sigue sin saber botar con la izquierda) entraba a canasta tan rápido que no se le notaban ni las canas. Y así todos, cada uno con lo suyo.

Llegó la presentación. Se apagaron las luces del Palacio y empezaron a sonar trompetas y fanfarrias, redobles de tambor y el No somos ni Romeo ni Julieta, de Karina, petición de un jugador que prefirió el anonimato. Uno a uno, fuimos llamados. Todas las presentaciones eran parecidas. Con el numero tal, mogollón de años, mogollón de títulos, mogollón de veces internacional, Fulano de Tal. Así con 20 (hasta ese momento nadie se había quitado el chándal; probablemente, para no acomplejar a espectadores que, con su misma edad, no habían sido capaces de mantener tan hidalga presencia).

Por fin, comenzó el partido, que fue todo un catálogo de exquisiteces técnicas. Basta comentar que Clifford Luyk, al final, nos pidió que nos quedásemos por si tenían problemas con el Caja San Fernando. Como andábamos con prisas (atender a la prensa, las admiradoras ... ), declinamos la invitación. Triunfadores y sin rasgos aparentes de cansancio a pesar del ritmo infernal del partido (ganamos 110-108 unos a los otros), nos despedimos de la afición mientras ésta cantaba vuelve a casa por Navidad".

La celebración del partido 1.000 del Real Madrid pudo ser así y, aunque no lo fue, seguro que dentro de unos años la recordaremos más o menos en estos términos. Y es que para eso está la imaginación, ¿no?

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