Tribuna:ELECCIONES 6 JUNIO

La impaciencia de Aznar

Hace unos días, el Partido Popular pegó en Sevilla unas tiras con la leyenda "¡que se vayan!". No es cierto que fuera un eslogan inventado por Herri Batasuna. Lo fue, en los inicios de la transición, por Euskadiko Ezkerra, por lo que tal vez su inventor milite ahora en el PSOE vasco. Se refería a la policía y a la Guardia Civil, y servía de estribillo a una copla que se cantaba en las fiestas de los pueblos. Pero es verdad que la consigna que luego adoptada como santo y seña por HB, y los que tenían que irse eran ya todos los que no fueran ellos mismos. La frase figura, por ejemplo, en los car...

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Hace unos días, el Partido Popular pegó en Sevilla unas tiras con la leyenda "¡que se vayan!". No es cierto que fuera un eslogan inventado por Herri Batasuna. Lo fue, en los inicios de la transición, por Euskadiko Ezkerra, por lo que tal vez su inventor milite ahora en el PSOE vasco. Se refería a la policía y a la Guardia Civil, y servía de estribillo a una copla que se cantaba en las fiestas de los pueblos. Pero es verdad que la consigna que luego adoptada como santo y seña por HB, y los que tenían que irse eran ya todos los que no fueran ellos mismos. La frase figura, por ejemplo, en los carteles que estos días llamaban asesinos a tres periodistas de la televisión vasca. Es una consigna que desde hace años simboliza en el País Vasco el sectarismo infantiloide del abertzalismo radical.La comparación establecida entre el Partido Popular y Herri Batasuna por haber utilizado esa consigna es sin duda exagerada, pero ello no hace menos inquietante el mensaje sectario que intenta transmitir. El sectarismo es una de las manifestaciones del infantilismo que, según el economista Schumpeter, acecha siempre a la actividad política. Gentes tolerantes y de opiniones matizadas en otros terrenos demuestran, en lo tocante a la política, un fanatismo sin fisuras que las hace absolutamente incapaces de admitir no ya las razones, sino hasta la buena fe de los contrincantes. En periodo electoral, esa tendencia se agrava, y el relativismo propio de las sociedades pluralistas se diluye en favor del principio premoderno de la verdad única y la falsedad múltiple. La sinceridad sólo es digna de aprecio si respalda esa verdad única, y el error resulta doblemente peligroso si se sostiene sinceramente.

De ahí que el reconocimiento leal del rival, habitual en otras facetas de la vida, esté excluido en política. Ése es el drama de los políticos, a los que sólo el reconocimiento de sus enemigos podría consolar de las amarguras de su profesión. Adolfo Suárez, desesperado, tuvo que retirarse para obtenerlo de Felipe González. Y éste no puede esperar de José María Aznar otra cosa que frío desprecio: ni siquiera ha aceptado que en el debate de Tele 5 el otro se cobró la revancha.

Pero lo niega Aznar con la misma energía con que niega o afirma todo lo demás: que no dijo lo de "pedigüeño" o que va a bajar los impuestos, lo que induce a dudar de la sinceridad de esa energía que intenta transmitir con la mirada. Es una mirada que significa "a mí usted no me la da", pero que revela también cierta impaciencia: por desalojar al otro, por ocupar su lugar. Seguramente muchos votantes de Aznar confunden esa impaciencia con indignación cívica.

Pero el exceso de impaciencia del aspirante -tan gráficamente puesto de relieve en su irritada huida de los estudios tras el debate del lunes- puede ser un argumento decisivo para que no le voten quienes estuvieron tentados de hacerlo para castigar el uso sectario de su mayoría por parte de los socialistas. Pues si éstos necesitan una cura de humildad, tal vez los de Aznar estén necesitados de tratamiento para su exceso de furia.

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