Editorial:

Cultura del agua

PASANDO DEL siglo XXI al XIX, la Sevilla de la Expo está, tres meses después de que corriera el champaña para celebrar el éxito cierto de la muestra, sometida a restricciones en el suministro de agua. Sin embargo, los sarcasmos son más fáciles que las soluciones: éstas requieren de cuantiosas inversiones en infraestructuras, y si el agua es escasa, por definición lo son los recursos económicos. Pero requiere también, y tal vez especialmente; de un cambio en los comportamientos de los ciudadanos, acostumbrados a considerar el agua un bien tan gratuito y abundante como el aire. Excepto donde cue...

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PASANDO DEL siglo XXI al XIX, la Sevilla de la Expo está, tres meses después de que corriera el champaña para celebrar el éxito cierto de la muestra, sometida a restricciones en el suministro de agua. Sin embargo, los sarcasmos son más fáciles que las soluciones: éstas requieren de cuantiosas inversiones en infraestructuras, y si el agua es escasa, por definición lo son los recursos económicos. Pero requiere también, y tal vez especialmente; de un cambio en los comportamientos de los ciudadanos, acostumbrados a considerar el agua un bien tan gratuito y abundante como el aire. Excepto donde cuesta cara al consumidor, como en Canarias, carecemos de una cultura del agua.Salvo en el norte peninsular, la sequía de los dos últimos años ha dejado los pantanos de España en un tercio de su capacidad, y las autoridades se han visto obligadas a activar planes de emergencia para garantizar el consumo humano e incluso, como en Sevilla, a implantar un régimen de drásticas restricciones. Sin embargo, no hay datos empíricos para asegurar que nos encontremos en un ciclo seco. Hace unos años llegó a pensarse lo contrario, y los sarcasmos iban entonces por otro lado. Seguramente no llueve más ni menos que en otros decenios, pero somos más, y nuestros hábitos de consumo han variado.

Contra lo que suele creerse, en España hay recursos hídricos suficientes en relación ala población; los 3.000 metros cúbicos por habitante y año superan a los 2.500 metros cúbicos en que está la media europea. Pero es cierto que su distribución espacial y temporal es muy irregular. En los últimos decenios, además, se ha acentuado la tendencia a que sea precisamente en las zonas de más baja pluviosidad donde más crece el consumo: en la costa sur-mediterránea, caracterizada por la rápida urbanización y por una agricultura intensiva. Por otra parte, la proporción de agua que se vierte al mar sin aprovechamiento para nadie es todavía muy elevada: de más del 28% en el caso del Ebro. Hay entonces, en primer lugar, un problema de planificación: se trata de crear las condiciones que permitan captar, almacenar y distribuir el agua de manera racional: compensando lo que falta en unas zonas con el excedente de otras y conservando la que es abundante en una época para su utilización en periodos como el actual.

Estudios hidrológicos hay en España desde los tiempos de Joaquín Costa, pero sólo recientemente se ha planteado la cuestión de una manera integrada, buscando armonizar no sólo los intereses agrícolas y de consumo urbano, sino también los relacionados con la conservación del medio ambiente: experiencias como la de ciertas zonas de la antigua Unión Soviética han demostrado que la ruptura violenta del equilibrio ecológico por voluntarismo productivista ocasiona males mayores que los que aspiraba a resolver. Pero España es también uno de los países que consume más agua: el tercero del mundo y el primero de Europa. La cifra, más de 300 litros al día por habitante, resulta tan increíble que requiere alguna explicación. No es qué nos duchemos más que nuestros vecinos, sino que la desperdiciamos a manos llenas, tanto en el uso doméstico como en el agrícola-ganadero. Y este último supone más de tres cuartas partes del consumo total. Por ello, juntó a los necesarios trasvases, construcción de pantanos -45 nuevos embalses están previstos en el Plan Hidrológico Nacional-, mejora de la red de distribución, etcétera, hay un problema cultural: en España el agua es comparativamente muy barata, y se derrocha como en ningún otro país del continente. Como si fuera champaña.

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