La reina errante

Maya Mijailovna Plisétskaya (Moscú, 1925) es una de las grandes del siglo XX. Como pocas, esta diva ha sabido subsistir a los avatares de su país y su teatro (el Bolshoi).Ella casi nunca habla de su dura infancia, de la feroz represión estalinista que pasó su familia judía, de aquella juventud entre privaciones donde la clase de ballet era el único respiro, la única alegría cotidiana. Indisciplinada, imponiendo su criterio libertario del trabajo balletístico, criticada por unos y exaltada por los más ortodoxos, Vadim Gayeski, famoso crítico ruso, la bautizó como...

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Maya Mijailovna Plisétskaya (Moscú, 1925) es una de las grandes del siglo XX. Como pocas, esta diva ha sabido subsistir a los avatares de su país y su teatro (el Bolshoi).Ella casi nunca habla de su dura infancia, de la feroz represión estalinista que pasó su familia judía, de aquella juventud entre privaciones donde la clase de ballet era el único respiro, la única alegría cotidiana. Indisciplinada, imponiendo su criterio libertario del trabajo balletístico, criticada por unos y exaltada por los más ortodoxos, Vadim Gayeski, famoso crítico ruso, la bautizó como la reina del aire.

Maya aún conserva sus zapatos gastados de niña, donde el cuero maltratado por la nieve y la piedra retrata su fuerte personalidad. Inquieta, rebelde, aquella alegre pelirroja es hoy esa dama errante, de rara elegancia y -nunca mejor dicho- cuello de cisne herido, que escoge con primor los aguacates en las fruterías de Huertas. Sola, sonriendo levemente, la mujer-bailarina que nunca sospechó que iba a pasar su madurez a tantos kilómetros de Rusia, se conforma con una cierta alegría distante. Pudo escoger París, Tokio o Roma, pero Madrid, después de su aventura no tan feliz al frente de la hoy transmutada compañía de ballet clásico, la atrajo hasta lo más vernáculo. Era un amor antiguo por todo lo que sonara a español (Carmen, Laurencia, Quijote, sus grandes papeles de abanico, castañuela y volante), capaz de motivarla y conmoverla, de hacerla pensar en la libertad, en el vuelo hacia la luz y el aire.

Hace apenas una semana volvió a bailar en la Plaza Roja de Moscú en una gala con los mejores artistas de ballet del mundo que apoyaban la democratización de Rusia. Al salir a la calle, los moscovitas querían besar sus manos, tocarla, comprobar que de verdad había regresado, al menos por unas horas. Allí, donde es adorada por un pueblo que ama el ballet académico como uno de sus más preciados tesoros comunes, Maya aprovechó la televisión y sin ruborizarse fustigó a los burócratas de la danza que aún ostentan el poder de su querido teatro. Valor no le falta.

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