Tribuna:

La convergencia (ciclista) con Europa

El plan de convergencia español con Europa tenía ya algunas partidas abonadas antes de comenzar a ponerse en dolorosa práctica. En el deporte de la bicicleta, por ejemplo, se ha producido en los últimos tiempos una rigurosa puesta al día, que hace que mucho antes de 1997 nos hallemos ya en posición de acreedores sobre el ritmo, chino chano, de la futura integración europea.El último gran corredor del pretérito, Perico Delgado, fue un puente de privilegio entre el ayer y el futuro. Un ayer que corresponde, primero, a los tiempos ya casi prehistóricos de la autarquía; más tarde, a los del tímido...

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El plan de convergencia español con Europa tenía ya algunas partidas abonadas antes de comenzar a ponerse en dolorosa práctica. En el deporte de la bicicleta, por ejemplo, se ha producido en los últimos tiempos una rigurosa puesta al día, que hace que mucho antes de 1997 nos hallemos ya en posición de acreedores sobre el ritmo, chino chano, de la futura integración europea.El último gran corredor del pretérito, Perico Delgado, fue un puente de privilegio entre el ayer y el futuro. Un ayer que corresponde, primero, a los tiempos ya casi prehistóricos de la autarquía; más tarde, a los del tímido desperezar del ciclismo español en las carreteras de Europa a favor de las paredes imposibles y los firmes temblorosos, y, mucho más recientemente, a los de una madurez de este deporte en la que al ciclista segoviano le cupo una vez el Tour en la cabeza. El hoy y el mañana le corresponden, en cambio, a Miguel Induráin, el primer gran corredor español cuya misión histórica ya no es, como en el caso de Perico, la recuperación del tiempo perdido, la emulación de Europa, sino la simple demostración de que España se halla situada en el centro capitalista y neurálgico del ciclismo mundial. En suma, el ciclismo agónico, que representaba Delgado, se ve hoy reemplazado por el ciclismo biónico de Induráin.

En un análisis de la realidad escolarmente marxista, ahora que eso ya no se lleva, llegamos a la conclusión de que Induráin no es el creador sino el producto de su tiempo histórico. No es sólo que España tenga hoy un gran corredor, sino que tiene un gran ciclismo, y que lo segundo precede a lo primero; todo ello, en el más puro sentido capitalista del término, esto es, entendiendo por tal aquel que se basa en unas relaciones de producción de avanzada complejidad, en el que los equipos nacionales atraen con carácter tendencial monopolístico a los mejores ciclistas extranjeros -fuga de cerebros a la inversa-, donde se produce un proceso acelerado de acumulación de capital, y que establece, en suma, un nuevo marco socioecónomico lleno de rendimientos creciente y decreciente, curvas de Kondratieff e imperiosa ocupación de nuevos mercados. No nos extrañaría que, a este paso, conociéramos pronto una inevitable fase imperialista del capitalismo ciclista español, tras haber quemado etapas sucesivas -sin duda, de montaña- y que, al menos en esta modesta esfera deportiva, Lenin acabara teniendo razón. ¡Qué lejos aquellos tiempos en los que tanto nos gratificaba que Bahamontes fichara por el equipo de un fabricante francés de aperitivos!, ahora que importamos gregarios oriundos de fina estampa castellana como Armand de las Cuevas, o tenemos a Jean François Bernard como Sancho de nuestro computadorizado caballero de La Mancha.

Y el que España esté tan bien apañada ante el 97 de la Unión Europea es doblemente importante, porque la desaparición de la URSS no podía dejar de surtir efectos sobre la inevitable construcción de la Europa biciclista.

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El comunismo ha actuado como una gran presa que contenía las corrientes profundas de la historia; es decir, las que consisten en espabilarse para mejor comer todos los días. Y la desintegración del imperio sovietizado va a provocar en los próximos años el fin de toda una era, con la auténtica integración continental de un deporte que hasta ahora era uno de los más depurados productos de la romanidad católica y latina.

Europa se fraguó sobre la base de una cesura antigua entre las tierras debidamente romanizadas, una franja intermedia de fronteras más o menos fluctuantes que habitaban las tribus del germano federadas al imperio, y un más allá enigmático, eslavo para simplificar, cuya responsabilidad hay que achacársela enteramente a Bizancio y a Constantinopla. A Roma, que la registren.

A ojo de bastante buen cubero, eso quiere decir que en el lado cis de la línea Rin-Danubio quedábamos nosotros, los romanizados, y en el lado trans, ellos, los demás. Pues bien, el ciclismo ha sido, desde que existe, más católico, apostólico y romano que la propia Iglesia única y verdadera, como corresponde a este lado del imperio. Es cierto que a los calvinistas holandeses les gusta mucho la bicicleta, pero mayormente por mor de higiene y ejercicio, y no para hacerse la vida de reyes de la ruta.

Así es como el ciclismo se hace un deporte mayor en el seno de la más pura latinidad: Francia, Italia, por contagio Bélgica y Suiza, mientras que España y Portugal gozaban sólo de la capacidad competitiva que correspondía a su menor desarrollo socio-cultural; no olvidemos que el ciclismo tiene que ver con carreteras, velódromos, ocio, es decir, con una infraestructura material y espiritual que España está aún en trance de completar, y Portugal espera todavía. En cambio, en punto a afición no nos ganaba nadie. Ahí, latinidad a tope.

Este deporte, tan propio, ha desarrollado las mayores cualidades de épica y estrategia, de arte de la guerra y finura de la diplomacia que la historia jamás ha conocido. Las más aceradas enseñanzas de Maquiavelo en El príncipe parecen pensadas para consejo recoleto de directores de equipo; su virtú, para remedio victorioso de líderes en la carrera, y, aunque no lo previera Clausewitz, el ciclismo contemporáneo es terreno ideal de finta y ofensiva, carga contra las posiciones que defiende el aire enrarecido de las cumbres y descenso a tumba abierta como la cabalgada de los seiscientos por el Valle de la Muerte; esto es, la continuación de la política por otros medios. Todas ellas, como vemos, virtudes muy latinas, puesto que Maquiavelo tenía a Fernando el Católico en la cabeza y el prusiano pensaba en Bonaparte.

Ya en los últimos 10 o 15 años se habían incorporado a las legiones del ciclismo romano algunas adelantadas promociones del Danubio más allá. El alemán siempre estuvo presente, aunque en modesta proporción; el ciclista irlandés, celta al fin y al cabo, fue un interesante recién llegado con la vitola de los Kelly y Roche; asimismo vinieron los escarabajos colombianos, españoles trasatlánticos y culturalmente latinos; no faltó la excepción de un norteamericano de nombre Lemond, pero de formación francesa; y, en la última hornada, toda una leva del Este, de antiguo precedida por la cabeza de puente de Polonia -inolvidable Stablinsky-, en cualquier caso, nación católica, prima de la latinidad por donde cae el Norte.

Esa oleada final es, además, el comienzo de una inundación continental, sobre todo desde que está claro que la CEI no sirve como sucedáneo para la patria soviética. Y está bien que sea así, puesto que, si por primera vez en la historia, extinguidos los imperios eslavo y otomano, destruida la gran Sociedad de Naciones que fue Austria, autoaniquilado el señor feudal de todas las Rusias que sucedió a los anteriores, caen éstas y aquellas barreras, y se hace realidad la gran oportunidad para construir Europa, estaría mal creer que el ciclismo no es un bien capitalista y liberal como cualquiera, que hay que compartir con nuestros hermanos y a la vez vecinos.

Por todo ello es tan notable que, sin necesidad de decretazo, el ciclismo español haya más que convergido con Europa; que nuestros déficit de diverso valor, balanzas de una u otra medida y baremos generales de habitabilidad y progreso, siempre ciclistas por supuesto, establezcan modelos en lugar de tener que perseguirlos con la lengua fuera.

Todo parece indicar que, si los relojes de la ronda italiana no se paran en momentos estratégicos, si los volcanes no escupen lava enojados a su paso, si las Legas del Norte no consuman la división de la península prohibiendo el acceso a las ricas tierras industriales a los nuevos conquistadores, Miguel Induráin tiene una inmejorable oportunidad de ser el próximo y primer español ganador del Giro. Pero, aunque todos esos imponderables, que en Italia no lo son tanto, se dieran cita en la carrera, el ciclista de Villava no expresaría menos adónde hemos llegado.

Paso al nuevo ciclista comunitario, al corredor del mercado único, al que no precisa aranceles ni tarifas proteccionistas en la montaña o en el llano, el que para el cronómetro con su carga sostenida de percherón acelerado. Pero dediquemos, gratitud obliga, un emocionado y respetuoso recuerdo a Perico Delgado, el gran atleta, aunque mortal y falible, que supo tragarse la transición de un gran bocado. Sin él, hoy no estaríamos aquí ninguno de nosotros. Ni Induráin tampoco.

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