Tribuna:

Teledemocracia

Es curioso observar que, mientras el volumen y la variedad de competencias del Estado se han multiplicado espectacul armente en los últimos decenios, el voto para decidir sobre ellas sigue siendo casi tan limitado como hace 200 o 300 años. Este desfase, poco advertido habitualmente, ha destrozado o hecho inviable la representación a través de los antiguos partidos de masas, cada vez más alejados del público e imbricados con el aparato estatal, y seguramente podría explicar buena parte del malestar que parecen experimentar amplios sectores de ciudadanos en las democracias consolidadas.De...

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Es curioso observar que, mientras el volumen y la variedad de competencias del Estado se han multiplicado espectacul armente en los últimos decenios, el voto para decidir sobre ellas sigue siendo casi tan limitado como hace 200 o 300 años. Este desfase, poco advertido habitualmente, ha destrozado o hecho inviable la representación a través de los antiguos partidos de masas, cada vez más alejados del público e imbricados con el aparato estatal, y seguramente podría explicar buena parte del malestar que parecen experimentar amplios sectores de ciudadanos en las democracias consolidadas.De lo primero, la expansión de la intervención estatal, hay ya una amplia conciencia. Vale señalar que el proceso ha seguido un ritmo acelerado. Desde la Primera Guerra Mundial, y sobre todo en los últimos 30 años, las magnitudes se han multiplicado. Se comprueba a través de la medición de la parte que suponen los funcionarios en el empleo global, la masa legal de regulaciones de las actividades privadas o -el indicador más habitual- el porcentaje de gasto público sobre la renta nacional, que se ha situado ya en torno a un 50% como media en los países de la Comunidad Europea. Sin embargo, ni siquiera estos datos relativos acaban de dar una imagen suficiente del volumen de la intervención estatal, ya que, al haber aumentado también las magnitudes de referencia, como la población activa o la renta nacional, de hecho conllevan un crecimiento mucho mayor de los recursos realmente, disponibles por los gobernantes.

La respuesta neoliberal, que triunfó en algunos países en los años ochenta, ha subrayado las consecuencias de ineficiencia de tal intervencionismo estatal. Consiguientemente, se ha centrado en un programa de privatizaciones y desregulaciones que tiende a sustituir las decisiones vinculantes tomadas por las clases política y administrativa por acuerdos pactados entre agentes privados. La víctima habitualmente identificada de esta prioridad a la eficiencia es la redistribución. Pero es posible subrayar también que el neoliberalismo económico no necesariamente implica mayores oportunidades de participación democrática de la sociedad.

. Éstas siguen básicamente limitadas, como en los más remotos orígenes de los regímenes representativos, al voto global e infrecuente (a menudo, menos frecuente aún que en las primeras épocas de sufragio popular). Pero las cuestiones que, a partir de ese voto simple, van a ser decididas colectivamente son cada vez más enormes y complejas. Y por ello, al elector no le queda más remedio que decantar su elección de partido en función de alguna cuestión concreta que considere prioritaria (como los impuestos, las pensiones, la fiabilidad democrática del partido o las condiciones del candidato), aun a pesar de su probable desacuerdo o ignorancia sobre las políticas que, en caso de llegar al Gobierno, el partido elegido realizará en muchos otros temas. La sensación que ello provoca es que se da a los gobernantes un enorme margen de decisión autónoma, no emanada del mandato de los electores.

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La desproporción entre el gran poder real de toma de decisiones de los gobernantes y la relativamente pequeña influencia de los ciudadanos en las mismas se agrava si concurren otros factores, como la mayoría absoluta de un solo partido, el incumplimiento de las pocas promesas electorales claras y concretas con las que el elector se ha podido identificar al emitir su voto o la corrupción. Pero no hay duda de que, en cualquier caso, el crecimiento de la intervención estatal incrementa el volumen de decisiones públicas que quedan fuera de la decisión y el control popular.

Junto a la reducción neoliberal del Estado, la otra posible alternativa, que cabría llamar neodemocrática, pondría el acento en la decisividad del voto ciudadano. Para avanzar en ella, las votaciones han de ser más frecuentes y pormenorizadas, es decir, por temas. Y, al mismo tiempo, han de ser capaces de superar el obstáculo de los altos costes de la acción -informarse, deliberar, emitir el sufragio- que la generalización de los comicios podría conllevar.

Hay varias vías para innovar en las formas y ampliar las oportunidades de participación en esa línea. La primera son los referendos locales, de bajo coste de organización y gran capacidad de suscitar el interés de los ciudadanos por los problemas que les son más próximos. Suiza y algunos Estados de Norteamérica tienen en este terreno una notable tradición. No parece que los niveles relativamente bajos de participación que en ellos se suelen producir invaliden su eficacia, sino al contrario, ya que de hecho votan aquellos ciudadanos que más intensamente interesados se hallan en el tema de que se trata. A diferencia de lo que sucede cuando se votan todos los temas juntos en una sola papeleta de partido, no se obliga a los demás, más bien indiferentes, a interferir con sus opiniones mezcladas sobre muchos otros temas, tal vez en perjuicio de la más amplia satisfacción.

Una segunda vía está apuntada por los más recientes avances técnicos para realizar estudios de opinión mediante encuestas y en los buenos augurios de la telemática, la telefonía y la televisión. Como todos sabemos, hoy ya es perfectamente viable obtener, en pocas horas o minutos, una expresión de la opinión de la ciudadanía ante una medida política, un proyecto legislativo, una decisión adnúnistrativa o las posturas enfrentadas en un debate televisado. De hecho, los políticos a menudo consideran estos sondeos como muy fiables, hasta el punto de retirar o. modificar una medida si advierten una reacción adversa mayoritaria (como ocurrió, por ejemplo, en España con el proyecto de revisión catastral). Pero tales expresiones de la opinión ciudadana no dejan de dar un notable margen de maniobra a los gobernantes, ya que no son, desde luego, vinculantes y a menudo son utilizadas para intrigar en su propio provecho por quienes gozan del acceso privilegiado a esa información.

A caballo de la incipiente difusión de la televisión interactiva, en Estados Unidos existen otras experiencias recientes de participación con mayor capacidad decisoria. De hecho, en ciudades como Columbus (Ohio) y Reading (Pensilvania), hace ya más de 10 años que se han introducido el voto televisivo y los debates semanales, con inclusión de llamadas telefónicas y la posibilidad de aparición ante una cámara instalada en una tienda de vídeo del vecindario para plantear preguntas o hacer propuestas en público. En los últimos cuatro años, en la californiana Santa Mónica, los ordenadores domésticos y los instalados en las bibliotecas públicas han sido usados para conocer las opiniones de los ciudadanos sobre temas en discusión. Incluso se ha organizado un debate informatizado entre los precandidatos demócratas a la presidencia en la presente campaña electoral.

Estos mecanismos requieren del ciudadano menos resignación pasiva al tedioso bombardeo de propaganda, característico de una campana entre partidos, e incentivan su implica" ción en cuestiones de interés común. No significa ello que los partidos que compiten en las elecciones generales y constituyen los parlamentos pierdan su razón de ser, sino al contrario, que asuman su condición de maquinarias formadas por profesionales de la política y acepten que han dejado de ser canales de agregación ideológicamente coherentes de las demandas ciudadanas. A ellos corresponde un papel más responsable en la selección y énfasis de los problemas que serán sometidos a votación y en la elaboración y presentación de los programas y alternativas. Pero sin que tengan que monopolizar en sus estrechos cauces las oportunidades de intervención de los ciudadanos en la toma de decisiones colectivas.

Ante el crecimiento desbocado del Estado caben, pues, varias alternativas. Una es, como queda dicho, la reducción de los ámbitos de su intervención sobre la ciudadanía. La otra consiste, por el contrario, en incrementar la intervención de los ciudadanos sobre el Estado. Las dificultades para avanzar por esta vía pueden ser más o menos grandes. Pero no hay duda de que, por ejemplo ante un decreto-ley aprobado por una mayoría parlamentaria sin que de él se hubiera hablado lo más mínimo en la campaña de las elecciones que la crearon, siempre será más barato y cómodo, así como más fiable y legitimador del resultado, dar a los ciudadanos la opción de votar por cable que mediante una huelga general.

Josep M. Colomer es catedrático de Ciencia Política en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados del CSIC.

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