Tribuna:

Butaca

Hoy el espectador ha puesto el listón muy alto: hay que comerse a una docena de ciudadanos y encima ser guapo para triunfar en el telediario. Aun así, después de cometer el crimen más abyecto sólo conseguirás ser rey por un día. El anonimato te devorará enseguida sin darte opción a que te luzcas otra vez. Mientras Lawrence Olivier recita el monólogo de Hamlet, el ama de casa ve la televisión de pie batiendo los dos huevos de la tortilla y cuando la palabra de Shakespeare alcanza el momento supremo se oye al vecino que tira de la cadena del retrete, pero a continuación aparece en pantall...

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Hoy el espectador ha puesto el listón muy alto: hay que comerse a una docena de ciudadanos y encima ser guapo para triunfar en el telediario. Aun así, después de cometer el crimen más abyecto sólo conseguirás ser rey por un día. El anonimato te devorará enseguida sin darte opción a que te luzcas otra vez. Mientras Lawrence Olivier recita el monólogo de Hamlet, el ama de casa ve la televisión de pie batiendo los dos huevos de la tortilla y cuando la palabra de Shakespeare alcanza el momento supremo se oye al vecino que tira de la cadena del retrete, pero a continuación aparece en pantalla un individuo de ojos verdes que ha matado a medio centenar de ancianas y a uno le pilla cruzando el salón en busca de la botella de whisky en el carro de los licores. No importa la cantidad de sangre, ficticia o real, que el televisor derrame: hoy la cultura consiste en la calidad, en la comodidad de la butaca desde la cual una contempla el repertorio de catástrofes de cada jornada. La butaca es al mismo tiempo el refugio y la barricada. ¿Qué delito habría que cometer para ganar la medalla de oro si hubiera una olimpiada de criminales? ¿Qué nuevo escándalo o distinto cataclismo se puede soñar para tener derecho a una fracción de telediario? Bombardear Bagdad, ser un payaso de circo y haber degollado a 28 niños, ejecutar en directo a un subnormal en la silla eléctrica a la hora de máxima audiencia, llegar el primero con la cámara a la carnicería de cualquier atentado sólo consigue fijar la atención del espectador un minuto. En este final de milenio la cultura no está en el libro que uno lee ni en el espectáculo que se contempla, sino en la forma de estar aposentado frente al crimen verdadero o falso que se va a exhibir cada día. Lo importante es sentirse cómodo en la butaca y que ésta sea de diseño, que el criminal posea una belleza lo más exótica posible y que sonría con una dentadura perfecta, pero sólo si el ambiente es muy confortable y el whisky se encuentra a mano es probable que uno consiga aprenderse el nombre del asesino.

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