Editorial:

De Madrid al infierno

HAY SITUACIONES ante las que el sentido común se eleva por encima de cualquier otra norma legislativa, sobre todo cuando no se usa ni uno ni otra. Que una ciudad de cuatro millones de habitantes, capital del Estado, se deslice progresivamente hacia el infierno ante la pasividad de las numerosas y multidisciplinares autoridades civiles es, básicamente, un sinsentido.Ha habido ya algún político y algún sindicalista que han cuestionado, tímida pero inequívocamente, la eficacia y rentabilidad de las huelgas de los transportes públicos. Otros hablan de un proyecto a medio o largo plazo de posible p...

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HAY SITUACIONES ante las que el sentido común se eleva por encima de cualquier otra norma legislativa, sobre todo cuando no se usa ni uno ni otra. Que una ciudad de cuatro millones de habitantes, capital del Estado, se deslice progresivamente hacia el infierno ante la pasividad de las numerosas y multidisciplinares autoridades civiles es, básicamente, un sinsentido.Ha habido ya algún político y algún sindicalista que han cuestionado, tímida pero inequívocamente, la eficacia y rentabilidad de las huelgas de los transportes públicos. Otros hablan de un proyecto a medio o largo plazo de posible privatización de los mismos. Lo que de momento no ha habido por parte de casi ningún responsable político es un análisis, y posterior conclusión, sobre la situación límite que comienza a vivir la ciudad y sus habitantes.

Suele ser frecuente el distanciamiento de la autoridad cuando tiene que solucionar problemas concretos o asumir las más duras repercusiones de los mismos. Es, quiérase o no, una especie de reflejo condicionado subconsciente. Pues bien, el ordenamiento de una ciudad en la que peatones, vehículos, huelguistas y manifestantes tienen sus respectivos derechos no puede dejarse en manos de un innominado destino, el fatalismo, la mano invisible o lo sobrenatural. Sirvan a modo de ejemplo unos sucintos datos: Madrid padeció más de tres manifestaciones diarias durante 1991 (1.271 en total). De ellas, cerca de un 40% (exactamente 421) tuvieron por motivo conflictos laborales. La segunda causa fue la seguridad ciudadana, en especial las protestas contra las drogas. Más de la mitad de todas ellas no fueron comunicadas a la delegación del Gobierno. Una situación, evidentemente, insostenible.

Madrid, ciertamente, tiene Ayuntamiento y Gobierno autónomo y es, no se olvide, sede del Gobierno del Estado. Las tres administraciones, en mayor o menor medida, son responsables de la habitabilidad de la ciudad, y ése es un objetivo al que el citado sentido común le confiere carácter prioritario. No se trata tanto de estudiar la eficacia económica de determinadas empresas públicas o la conveniencia de traspasarlas al ámbito de la empresa privada; ni siquiera ya sólo de volver a urgir la elaboración, con el mayor consenso posible de fuerzas políticas y sindicales, de la regulación del derecho de huelga o manifestación. De lo que se habla hoy en la capital cultural de Europa es, simplemente, de no tardar 90 minutos en recorrer 300 metros de asfalto; de que los niños puedan llegar al colegio antes de la merienda, o de que los trabajadores que no están en huelga puedan alcanzar su destino laboral sin necesidad de levantarse antes del alba o encomendar su alma a Dios en el andén del metro.

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Los problemas del tráfico son complejos, pero no, desde luego, irresolubles, como lo demuestran las diversas experiencias aplicadas con éxito en otras metrópolis. Es verdad que, si al ya dificil problema se agregan huelgas y manifestaciones, la situación se desborda; pero es precisamente ante problemas complejos, ante situaciones casi desesperadas, cuando la Administración, en todas y cada una de sus proyecciones territoriales, debe dar cumplida cuenta de su capacidad resolutiva. La callada por respuesta, el aparente temor a hablar con claridad ante los evidentes abusos reivindicativos, el pensar que condenar lo rechazable -aun encubierto de movimientos vindicativos- es sinónimo de reaccionario o antipopular, es, sin duda, la peor de las respuestas, aquella que remite directamente a la ineficiencia más absoluta. Y los ciudadanos pasarán factura.

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