Tribuna:

Candidato

He visto una foto de tres aspirantes norteamericanos a la nominación como candidatos a la presidencia, sonriendo como conejos en el primer caucus. Que, de paso, nunca he entendido en qué consiste, aunque no debe resultar tan apetitoso como comerse un cuscús con los dedos. Salvo que la sémola sea el mundo y los tropezones, nosotros.A lo que iba: he visto la foto. Hay uno con la cabeza de bombilla surgiendo de un nudo de corbata que parece hecho por el verdugo de plantilla de los puritanos de Salem; otro tiene cara de figurante mafioso en una película del hampa de los años cincuenta, y el...

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He visto una foto de tres aspirantes norteamericanos a la nominación como candidatos a la presidencia, sonriendo como conejos en el primer caucus. Que, de paso, nunca he entendido en qué consiste, aunque no debe resultar tan apetitoso como comerse un cuscús con los dedos. Salvo que la sémola sea el mundo y los tropezones, nosotros.A lo que iba: he visto la foto. Hay uno con la cabeza de bombilla surgiendo de un nudo de corbata que parece hecho por el verdugo de plantilla de los puritanos de Salem; otro tiene cara de figurante mafioso en una película del hampa de los años cincuenta, y el tercero parece más bien optar a que, en pocos días, le desenmascare un batallón de ex secretarias -y secretarios, añadiría- ex acosados sexualmente. Infumables.

Antaño yo sentía una sana -aunque idiota, lo reconozco- indiferencia hacia quienes corrían con la camiseta de las elecciones norteamericanas puesta. Experimentaba una especie de inocente desinterés por los candidatos a la Casa Blanca, debido a que, ganara quien ganara, no le iba a ver nunca la jeta personalmente. Y eso aliviaba mucho. Washington quedaba lejos, y el hecho de que su política determinara la nuestra no constituía, al menos, una preocupación estética.

Tiempos aquellos en que al emperador sus lejanos vasallos sólo le sufrían en televisión. Aún eran mejores las épocas en que, como narró Kafka, los súbditos morían sin haber visto nunca el rostro de su señor. Podías estirar la pata creyendo que lo que te ocurría era el destino.

Ahora no sólo existen, sino que vienen. Tratas de cruzar la Castellana y tienes que esperar porque pasan saludando desde un coche blindado. Y es desalentador que una no pueda elegir ni los anuncios de las vallas, ni los adornos navideños, ni los presidentes USA que, cada dos por tres, inundan nuestras calles.

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