Editorial:

Dos lógicas

SI HUBIERA que extraer dos conclusiones prioritarias del desarrollo del congreso federal del PSOE, la primera se obtendría en el campo de las declaraciones, y la segunda en el de los acontecimieni os. En el terreno de las palabras se inscribe la veherriencía puesta por Felipe González en destacar la autonomía del proyecto gubernamental respecto del partido y en defender la apertura de ideas y la renovación, de las personas. La segunda conclusión pertenece al rnundo de los hechos: el continuismo y el robustecimiento del aparato del PSOE, que apenas ha incluido en la comisión ejecutiva a ...

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SI HUBIERA que extraer dos conclusiones prioritarias del desarrollo del congreso federal del PSOE, la primera se obtendría en el campo de las declaraciones, y la segunda en el de los acontecimieni os. En el terreno de las palabras se inscribe la veherriencía puesta por Felipe González en destacar la autonomía del proyecto gubernamental respecto del partido y en defender la apertura de ideas y la renovación, de las personas. La segunda conclusión pertenece al rnundo de los hechos: el continuismo y el robustecimiento del aparato del PSOE, que apenas ha incluido en la comisión ejecutiva a alguno de los militantes más caracterizados por las nuevas sensibilidades que se han desarrollado en su seno. Quizá sea apresurado encontrar una contradicción frontal entre ambas conclusiones, pero las apariencias avalan esta tesis. Su eventual verificación habrá de producirse en la acción del Gobierno o en su hipotética renovación. También hay contradicciones secundarias, como el que el denomirlado congreso de la apertura no haya sido capaz de encontrar un sitio en sus órganos dirigentes a algún representante de Izquierda Socialista, la única corriente organizada como tal.En el congreso del PSOE se ha vuelto a verificar un rasgo característico de toda estructurajerarquizada: se admite tanta renovación y apertura como sea compatible con la perpetuación en el poder del sector dominante. El congreso se presentó como el de la apertura a la sociedad. Ello implicaba reconocer que, pese a los espectaculares éxitos electorales, existía conciencia de un cierto alejamiento entre el partido y los ciudadanos. El propio análisis de la evolución electoral aportaba indicios sobre ese alejamiento, en particular en las grandes ciudades. Por deformada que considerasen la visión aportada por los medios de comunicación, los socialistas no podían ignorar que las críticas reflejaban una difusa insatisfacción social que a la larga podía comprometer la continuidad de su proyecto. De ahí que algunos destacados miembros del PSOE hayan alertado sobre el riesgo de alejamiento entre la percepción de la realidad por parte del partido y de la sociedad.

Ese distanciamiento se había manifestado en el hecho de que situaciones cuyas implicaciones para la salud democrática del sistema parecían evidentes al común de los ciudadanos eran negadas desde el poder, como si existieran dos lógicas diferentes. Estos episodios -el caso Juan Guerra, el sectarismo en la renovación del consejo de la radiotelevisión pública o el del Poder Judicial, la defenestración sin explicaciones de Borbolla, etcétera- revelan que, en el límite, algunos socialistas supeditaban los intereses del sistema a los percibidos como favorables a su partido. Sólo cuando ello fue muy evidente surgieron significativas voces de alarma.

Felipe González pareció sumarse a esas voces cuando la pasada primavera anunció su intención de promover una perestroika interna o se dirigió en términos autocríticos al congreso de las Juventudes Socialistas. Pero los gestos que de él se esperaban para indicar que esa renovación se había iniciado -en particular en relación a la composición del Gobierno- se aplazaron. Esa ausencia de señales favoreció la actitud defensiva del aparato, cuyo mensaje fue que cualquier intento de aumentar el pluralismo ocultaba bien una maniobra derechista, bien intentos divisionistas (o ambas cosas). Así, Felipe González se encontró en el congreso con un público predispuesto a pasar por cualquier cosa excepto por la renovación de los dirigentes. La batalla se había jugado antes, en la elección de los delegados. Y en ella había ganado Guerra.

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El discurso de apertura de González tuvo poco que ver con el populismo; las resoluciones aprobadas van claramente en la línea propugnada por los críticos de ese populismo de los descamisados; la delimitación entre el ámbito del partido y el del Gobierno contradice las aspiraciones de quienes propugnan una incidencia más directa del partido en el Ejecutivo. Por todo ello ha pasado el aparato sin mayores escrúpulos. Pero no ha cedido un milímetro más de lo inevitable en lo concerniente a la composición de la dirección. Cualquier concesión en ese terreno podría ser interpretada como una pérdida de poder.

La primera prueba práctica de la sinceridad de la voluntad renovadora enunciada por González se ha zanjado, pues, con un fiasco. La segunda y definitiva la dará la eventual remodelación del Gobierno. Es posíble que entonces se vea que la apoteosis guerrista del congreso entra en flagrante contradicción con la política cotidiana. Pero también es posible que la hipoteca adquirida sea tan grande que Felipe González se vea incapaz de abordar esa remodelacíón sin el aval de esas mismas personas cuyo principal objetivo es mantener, si no sus ideas, su influencia. Sería la consagración de las dos lógicas en el seno del PSOE.

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