Cartas al director

El laberinto de Creta

Érase una vez un papá que, dormido profundamente, soñaba. ¿Y qué soñaba papá?, os preguntaréis, queridos niños.Pues bien, era un sueño sencillo, claro, de satisfacción: acontecía que, de vuelta de la oficina, ya en casa, limpio y relajado, en un arrebato amoroso, levanta de la cuna al bebé y le acicala para luego depositarle con cuidado en el cochecito.

La tarde soleada de primavera es una tentación para ambos. Se cruzan una mirada cómplice pensando en el grato paseo mientras penetran en el amplio ascensor de la casa sin hacer maniobras; en el portal, mirando despreciativamente la secue...

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Érase una vez un papá que, dormido profundamente, soñaba. ¿Y qué soñaba papá?, os preguntaréis, queridos niños.Pues bien, era un sueño sencillo, claro, de satisfacción: acontecía que, de vuelta de la oficina, ya en casa, limpio y relajado, en un arrebato amoroso, levanta de la cuna al bebé y le acicala para luego depositarle con cuidado en el cochecito.

La tarde soleada de primavera es una tentación para ambos. Se cruzan una mirada cómplice pensando en el grato paseo mientras penetran en el amplio ascensor de la casa sin hacer maniobras; en el portal, mirando despreciativamente la secuencia de escaleras, el papá desliza suavemente el cochecito por la rampa aneja a la escalinata. ¡Ya están en la calle!

Es una calle bien dispuesta hacia el sol de la tarde, ancha, recta, con una acera bien estructurada donde las farolas, postes, buzones, papeleras, contenedores de basura, etcétera, están sabiamente colocados, en un racionalismo métrico perfecto. El cochecito de papá se desliza sin brincos ni sobresaltos. En unos cientos de metros, el bebé duerme mecido por el fino vaivén de su carruaje; las ruedas no rozan el suelo, lamen las lisas baldosas de la acera casi imperceptiblemente. No se divisan agujeros, no hay zanjas, baches; las baldosas se suceden unas tras otras como en la perspectiva renacentista; no hay tropiezos, tampoco excrementos. Los ruidos son familiares y contribuyen a la tranquilidad del bebé.

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Sin problemas, el papá vira a la izquierda y se sitúa junto al bordillo del paso de cebra. Fácilmente son vistos por los vehículos que se acercan y en seguida les ceden el paso. El cruce es un éxito y no hay sobresaltos, pues el rebaje de los bordillos hace que el cochecito circule libremente, sin saltos de potro.

Tres calles más y el parque. ¡Qué ilusión! Discurren por calles estrechas, pero con libertad, sin obstáculos; no hay coches montados en la acera ni motos, y cuando el papá opta por cruzar, lo hace al primer intento, pues entre los coches aparcados siempre hay una distancia cómoda por la que cabe el cochecito.

Con la mayor tranquilidad del mundo, el papá y el bebé disfrutaron del parque. En sus rostros no se reflejaba preocupación alguna. No había temores. Pero... la pérfida calle aulló con gran estruendo. Nuestro querido papá, despertando sobresaltado, contempló la realidad... ¿Era el laberinto de Creta? ¡Oh, no! Era Madrid.-

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