Tribuna:

Tráfico y ciudad

Parece claro que la situación creada por la inadecuada o inexistente planificación urbanística de los últimos años y por el uso intensivo e inadecuado del automóvil constituye hoy un problema de primer orden en nuestras ciudades, que, sin embargo, no es percibido de igual manera por todos los ciudadanos.Las clases sociales más potentes y los creadores de opinión difunden la lógica del atasco, o sea, aquella que se realiza desde la óptica del usuario del automóvil y que constituye un problema en cuanto que causa perjuicios a éstos. Obviando conscientemente toda la amplitud del mismo -accidentes...

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Parece claro que la situación creada por la inadecuada o inexistente planificación urbanística de los últimos años y por el uso intensivo e inadecuado del automóvil constituye hoy un problema de primer orden en nuestras ciudades, que, sin embargo, no es percibido de igual manera por todos los ciudadanos.Las clases sociales más potentes y los creadores de opinión difunden la lógica del atasco, o sea, aquella que se realiza desde la óptica del usuario del automóvil y que constituye un problema en cuanto que causa perjuicios a éstos. Obviando conscientemente toda la amplitud del mismo -accidentes, degradación de la ciudad y privatización del espacio público-, dan a entender que no hay más solución que construir más cinturones, más túneles y, en fin, introducir en la ciudad medidas quirúrgicas contra el atasco. Esta lógica preside también, con matices, la mayor parte de las intervenciones públicas de los últimos años: el conjunto de las administraciones públicas no ha dudado en comprometer fortísimas inversiones en la creación de nuevas infraestructuras; a pesar de lo cual, todo parece indicar que va a ser imposible cubrir el déficit actual y el que se va generando cada día.

Es claro que este discurso tiene fuertes contradicciones internas y unas considerables limitaciones, entre las que señalamos las presupuestarias, las propias del espacio físico para ubicar las nuevas infraestructuras y la incompetencia de las administraciones públicas para gestionar eficazmente el complejo sistema del tráfico y los transportes, puesta de manifiesto cada vez que se trata de coordinar servicios, efectuar nuevas obras o reparaciones o, sencillamente, informar a los ciudadanos sobre el estado del tráfico.

Esta lógica ha creado su propia cultura, la del automóvil, con profundas raíces económicas y sociales, cuyo análisis dejamos para los especialistas, y que ha calado en el comportamiento social, incluso en el de aquellas personas que no poseen vehículo privado. Es una cultura que, partiendo de principios liberales -derecho a la propiedad y al libre desplazamiento-, olvida las limitaciones sociales que nuestra Constitución impone a estos principios y olvida también que en nuestro país todavía son mayoría las personas que no poseen automóvil y muchas más las que no lo utilizan a diario. El hecho de que estas últimas pertenezcan a las clases sociales más desfavorecidas y, por tanto, a las menos influyentes puede explicar, aunque no justificar, que las ciudades dediquen la mayor parte del espacio público y de sus recursos a los ciudadanos motorizados.

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La opinión pública, cuando se la sondea, puede ofrecer perfiles homogéneos, y así vemos cómo se piden más carreteras, casi nunca mejores ferrocarriles, y cómo se percibe la situación del tráfico urbano en tanto que reduce la movilidad del ciudadano motorizado, y no porque fastidia al peatón -con atascos y sin ellos- y degrada la ciudad.

En estas circunstancias, es difícil que tengan cabida y audiencia otras opiniones y que, por tanto, se tomen en consideración otras políticas. Por desgracia, algunos modelos -como el energético- sólo hacen crisis cuando se produce un grave accidente, y es entonces cuando se reconoce la bondad de posiciones otrora calificadas de utópicas.

En el tema que nos ocupa, la posibilidad de un cataclismo es más difusa, puesto que las consecuencias negativas que el modelo actual produce -contaminación, accidentes- han insensibilizado a la ciudadanía y además no se manifiestan en forma de catástrofe puntual. Por el contrario, los escapes de gas y los ruidos, el goteo de accidentes, las dificultades para pasear por la ciudad y, en fin, el gigantesco coste económico y social que el uso inadecuado del automóvil produce forman parte de nuestra vida cotidiana y justifican por sí mismos la adopción de medidas drásticas.

Por otro lado, poner como ejemplo a imitar el de la mayoría de nuestro entorno europeo occidental me parece una cuestión a matizar. Yo diría que en ese entorno hay ejemplos a seguir y otros a rechazar. Un universo poblado de autopistas, triples enlaces a distinto nivel, cinturones de circunvalación y confinamiento de millares de personas en la soledad de sus vehículos no es precisamente el mejor de los mundos posibles.

Todavía existen ciudades en Europa en donde se amplían cada año las áreas peatonales, en donde los transportes colectivos están coordinados y son eficaces, en donde se utiliza de forma intensiva la bicicleta, a pesar de las adversas condiciones climáticas, y en donde la disciplina del tráfico se impone sin paliativos y crea, por tanto, efectos disuasorios. Y todo ello, en muchos casos, con índices de motorización muy superiores al de nuestro país.

Existen, por tanto, otros modos de abordar el problema, otras formas de entender y actuar sobre la ciudad que las que, por desgracia, nos llegan de nuestro entorno inmediato.

A mi juicio, no obstante, dos son las premisas necesarias para que se empiece a actuar de modo distinto en nuestro país: la existencia de una conciencia social diferente y la voluntad política decidida de los gobernantes de abandonar las políticas caducas y antisociales.

Sin estas dos condiciones, me parece estéril hablar de medidas ya tópicas que muchas veces tratan de ocultar la verdadera raíz del problema: la potenciación y mejora del transporte colectivo, la coordinación entre administraciones, la implantación de una auténtica y democrática disciplina de tráfico y, en fin, medidas más profundas como la reconversión urbanística de nuestras ciudades.

En este último aspecto, conviene recordar que en las sociedades industrializadas, el hecho de trasladarse de un sitio a otro es, en la mayoría de los casos, una obligación impuesta por la disgregación urbanística y por la especulación. A fin de cuentas, la lamentable situación creada por el automóvil no es sino la consecuencia más clara del fracaso de¡ modelo de nuestras ciudades.

Hoy todavía se puede observar cómo se producen procesos especulativos alrededor de la creación de nuevas vías: nuevas zonas residenciales, grandes áreas comerciales e industriales se van asentando a lo largo de los nuevos ejes viarios, hipotecando así la supuesta función descongestionadora de dichas infraestructuras.

Es preciso, por tanto, que sean cada día más numerosas y cualificadas las voces que se alcen a favor de una drástica limitación del uso de¡ automóvil privado, aun a sabiendas de que en contra van a tener unas potentísimas razones económicas y sociales y una incapacidad administrativa para ofrecer alternativas racionales a ese modelo automovilístico.

Las tímidas reformas emprendidas por algunos gobiernos locales en estos últimos años han chocado con una fuerte inercia burocrática, una gran descoordinación entre diferentes niveles administrativos y un crecimiento inesperado de la movilidad. En cualquier caso, estos factores no constituyen una excusa y, salvo en contadas excepciones, la nota dominante ha sido la ausencia de una voluntad decidida para poner remedio a esta situación.

Ahora, sin embargo, cuando comienza a producirse un avance electoral de posiciones conservadoras en las grandes ciudades, mucho nos tememos que asuman" de nuevo el protagonismo los funcionarios que no entienden que hay otras soluciones distintas a los pasos elevados, cinturones de ronda y demás sutilezas más o menos ingenieriles.

es ingeniero de caminos.

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