Tribuna:

Ética y derecho sin recetas

La presente huelga de hambre de presos de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) plantea complejos conflictos jurídicos y morales ante los que no existen recetas fáciles. Desde el punto de vista de los presos, su dispersión en distintas cárceles ha sido un detonante suficiente para seguir de manera colectiva y muy amplia una acción tan trascendente como una huelga de hambre decidida, en algunos de ellos al menos, hasta sus últimas consecuencias. Es difícil valorar el grado de búsqueda de la supervivencia en la propia solidaridad grupal y el de desesperación de un gru...

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La presente huelga de hambre de presos de los Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre (GRAPO) plantea complejos conflictos jurídicos y morales ante los que no existen recetas fáciles. Desde el punto de vista de los presos, su dispersión en distintas cárceles ha sido un detonante suficiente para seguir de manera colectiva y muy amplia una acción tan trascendente como una huelga de hambre decidida, en algunos de ellos al menos, hasta sus últimas consecuencias. Es difícil valorar el grado de búsqueda de la supervivencia en la propia solidaridad grupal y el de desesperación de un grupo que, a decir verdad, nunca ha dado las menores muestras de cordura humana y política. En todo caso, lo que de respetable puede tener un instrumento como la huelga de hambre -enaltecido en origen, no se olvide, por la personalidad limpia, la actitud no violenta y los fines irreprochables de Gandhi- no es independiente de las circunstancias en las que se emplea y los fines a los que pretende servir. Es más, la huelga de hambre en sí misma, en cuanto instrumento de lucha, tiene al menos dos vertientes' éticamente dudosas, como son, hacia el propio huelguista, el daño a la salud que se provoca y el riesgo de muerte en que se pone, y hacia fuera, la pretensión de forzar una voluntad ajena. El medio, así pues, no parece ser bueno en sí mismo, salvo que lo sean, y en proporción suficiente, los fines que con él se buscan.Desde el punto de vista del Gobierno, compartido inicialmente por la inmensa mayoría de los sectores sociales, el fin declarado por los huelguistas de reagrupamiento en las prisiones, sin ser en sí mismo ilícito, tampoco está justificado hasta el punto de que negarlo constituya una injusticia o, menos todavía, la violación de algún derecho humano. Es cierto que la dispersión de los presos tampoco constituye un deber jurídico o moral, sino una simple potestad discrecional del poder político, pero es evidente que una buena razón para mantenerla es la facilitación de la reinserción social de ciertos presos, incluidos los de ETA. Sin embargo, a partir de aquí comienzan las discrepancias entre el Gobierno y ciertos sectores sociales, así como algunos jueces, bien en relación con la actitud hacia la propia huelga de hambre, bien en relación con el tratamiento de las pretensiones de los huelguistas: en el primer aspecto está en juego la dura opción entre alimentar coactiva mente a los presos o asumir la carga correspondiente en caso de muerte o enfermedad irreversible, mientras que en el segundo aspecto se presenta la no menos difícil elección entre una actitud política globalmente responsable y una solución concretamente humanitaria.

La alimentación forzada a los presos ha sido denegada por varios jueces como jurídicamente ilícita en la consideración de que, al menos mientras los huelguistas mantengan la consciencia, implicaría un trato inhumano o degradante prohibido por de pronto por el artículo 15 de la Constitución. Otros jueces, así como el ministerio fiscal -con relación al auto 369/1984 del Tribunal Constitucional- y el propio Gobierno, propugnan la alimentación coactiva sobre la base de que jurídicamente debe prevalecer el derecho a la vida y a la salud, del que se derivaría un deber del Estado de garantizarlo. Este arduo conflicto jurídico se complica por la interferencia de criterios morales diferentes que avalan dos interpretaciones contrapuestas.

La primera interpretación, más tradicional y vinculada a la tesis de la santidad de la vida humana, hace prevalecer la salvaguardia de la vida y la salud incluso a costa de forzar la voluntad del afectado, defendiendo que, frente al posible delito de coacciones, la conducta alternativa de no alimentar constituiría los delitos, tanto o más graves, de omisión del deber de socorro y, en el límite, de auxilio al suicidio. La segunda interpretación, en cambio, más laica y liberal, tiende a negar cada uno de los puntos anteriores, en especial que la huelga de hambre sea un suicidio y que en todo caso quepa el auxilio por omisión, pero sobre todo, en último término, afirma que la dignidad y la autonomía individual del huelguista de hambre deben prevalecer sobre cualquier otra consideración (esta última tesis es la decisiva en esta posición, con independencia de que se crea, como me inclino a pensar, que es posible el auxilio al suicidio por omisión y que una huelga de hambre hasta sus últimas consecuencias es conceptualmente un suicidio, en la medida en que, si bien el huelguista no desea la muerte como fin, sí la acepta como consecuencia necesaria de su acción, del mismo modo que es homicida quien, aunque no la desee directamente, acepta la muerte de otro al que retiene secuestrado sin alimentación para conseguir cualquier objetivo).

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Por más que la segunda interpretación, la liberal, sea más satisfactoria desde un punto de vista ético, también en relación con problemas como el de la eutanasia consentida o el aborto, me temo -y no lo digo por retórica, pues es de lamentar- que, en parte al menos, la interpretación más extendida del derecho vigente es la primera, la tradicional. Esto no significa, sin embargo, que esta última posición obligue a reputar punible la negativa de un juez, un funcionario o un médico a alimentar coactivamente a un huelguista de hambre, pues por más que, según la interpretación tradicional, tal coacción no resulte prohibida, la convicción religiosa o ideológica de cualquier persona que crea que no debe forzarse a tal punto la libertad de otra parece en todo caso constitucionalmente protegible.

La tensión entre las dos interpretaciones anteriores, que refleja convicciones sociales opuestas y, en todo caso, ambivalentes o en transición, se termina proyectando de forma paradójica en la segunda elección, antes aludida, entre persistir en la política de dispersión de presos o ceder a la presión de los huelguistas en aras de consideraciones humanitarias. Y así como a cualquier persona con sensibilidad le ha de repugnar éticamente la actitud de quien se desentiende de la suerte de los huelguistas porque en el fondo le importa poco que vivan o no, la preocupación del Gobierno porque, sin negociar, no muera ninguno de los presos parece venir a dar igual relieve a la santidad de la vida humana que la posición de quienes piden que el Gobierno ceda para evitar un daño irreversible o la muerte de los huelguistas. Pero, paradójicamente, para quienes tienden a sustentar una ética de la responsabilidad, como el Gobierno, sería más coherente defender la interpretación liberal sobre la relación entre la vida y la autonomía y la dignidad individual, mientras que quienes mantienen esta última interpretación pueden terminar proponiendo más bien una ética de la convicción en la que prevalece la santidad de la vida humana como bien superior.

No hay receta fácil para resolver esta paradoja. Cabe sólo, me parece, adoptar una posición tolerante a partir de la interpretación liberal. Desde ella, en un caso como el presente, nadie de intención limpia debería ser moral o jurídicamente culpado por la muerte conscientemente aceptada de otra persona. Claro que podría ser éticamente laudable, justo por no debido, flexibilizar la actitud ante los huelguistas y negociar una solución humanitaria. Pero antes de censurar la negativa a negociar habría que estar seguro de que no está en juego algo todavía más importante.

Alfonso Ruiz Miguel es catedrático de Filosofía del Derecho en la universidad Autónoma de Madrid.

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