Tribuna:

El revoltijo

Hace bastantes años, cuando era estudiante o joven profesor, en los ambientes universitarios en que me movía utilizábamos una forma de explicar la opresión y falta de derechos en la dictadura consistente en la afirmación de que la verdadera ley fundamental que regía en España tenía este artículo primero: "Todo español será severamente castigado".Ahora, ya es sabido, aquellas ominosas cosas no suceden, porque tenemos el manto protector de la Constitución, unas pocas declaraciones de derechos de variado ámbito geográfico, leves sin cuento y, el mismísimo sacrosanto Tratado de Roma y derivados, y...

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Hace bastantes años, cuando era estudiante o joven profesor, en los ambientes universitarios en que me movía utilizábamos una forma de explicar la opresión y falta de derechos en la dictadura consistente en la afirmación de que la verdadera ley fundamental que regía en España tenía este artículo primero: "Todo español será severamente castigado".Ahora, ya es sabido, aquellas ominosas cosas no suceden, porque tenemos el manto protector de la Constitución, unas pocas declaraciones de derechos de variado ámbito geográfico, leves sin cuento y, el mismísimo sacrosanto Tratado de Roma y derivados, y todos ellos bien servidos por abundosos y variopintos tribunales y jurisdicciones compitiendo en afán de celo justiciero.

Sin embargo, hay gente que aquí, en España, se siente oprimida. No sólo por el poder político, aunque también. Ahora me refiero específicamente a poderes, no siempre públicos, frente a los que el ciudadano no parece tener defensa. Hasta el punto de que algunos piensan, parafraseando aquella vieja fórmula, que, entre tantas leyes que nos rigen, hay una norma escrita en algún importante lugar según la cual "todo español será objeto de falso testimonio y rnoralmente linchado".

Quienes eso piensan, y viven, en consecuencia, en el temor, serán mentes enfermas o desgraciados sujetos que llevan sobre sí un sentimiento de culpabilidad ganado a pulso? Desde luego, en algo parece que se equivocan. Muchos ciudadanos sienten ese temor, lo mismo que antes muchos no sentían el castigo severo a que estaban sometidos. Porque para entrar en el supuesto de esta norma opresora imperante hay que reunir un requisito que no todos, a primera vista, poseen: el sujeto tiene que ser materia susceptible ,de adquirir la condición de noticiable, o sea, de rellenar los espacios, sonoros o visuales, o ambos, de alguno de los denominados medios de comunicación social.

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Pero que nadie se engañe: cualquiera, por insignificante que sea o que crea ser, por discretamente que quiera comportarse, por aficionado que resulte a andar de puntillas, puede ser noticia, porque, precisamente cuando ya no viene dada de antemano, la notoriedad es creada por la noticia misma, de tal modo que ésta confiere al agraciado la condición de noticiable. Así que nadie está libre, en potencia, de estas atenciones, desde el más encumbrado y conocido hasta el mendigo sin casa que pernocta en una boca de metro.

Como una evidente función de los medios de comuniación es dar noticias, aquéllos pueden elaborarlas de dos maneras distintas: las buscan o se las inventan. En el primer caso, las comprueban o no. Y en ocasiones hacen una mezcla de verd.ad e invención. Como es fácil de comprender, la invención tiene algunas ventajas indudables en numerosos casos: es menos trabajosa y más barata. Hay, desde luego, procedimientos intermedios y de ambigua naturaleza, como el tan socorrido de provocar la confesión o la manifestación de una persona mediante la amenaza, burda o insinuada, de publicar, en caso desilencio, algo inventado y, se supone, menos grato.

Al fin, respecto de cualquier persona notoria, el medio puede acabar diciendo mentira o verdad, o una combinación hábil o grosera de verdades, silencios, sugerencias y calificaciones de toda laya. La persona afectada puede encontrarse con una variedad de situaciones: lo que dicen de ella es agradable o inocuo, o dañino. En este último caso, la información puede ser constitutiva de delito o atentar contra el derecho a la intimidad 0 al honor, o ser simplemente perjudicial para el sujeto. Contra el delito y el atentado a la intimidad o al honor cabe el recurso a los tribunales de justicia, lento, de resultados dudosos, generalmente muy caro y hecho público con notoriedad apreciablemente inenor que la que tuvo la infracción. Un fallo judicial escrito o leído es siempre menos atractivo que una noticia bien titulada, sugerentemente redactada y acompañada, en su caso, de las imágenes que, como se sabe, hablan por sí solas. Cómo se puede contra_rrestar el efecto negativo de una imagen insidiosa? ¿Qué sentencia puede aportar algo compensador? Ni la más excelsa literatura judicial suele ser triaca suficiente, NI las compensaciones económicas, por lo demás generalmente mezquinas, no consi,auen lavar la mancha.

Pero es que en la mayoría de los casos ese recurso judicial no es viable y, con frecuencia, es contraproducente. Se trata de una solución excepcional. Si una publicación o emisora de radio o televisión excita al público afirmando o insinuando que una persona tiene, por ejemplo, una fortuna de la que carece, no se sabe muy bien qué puede arreglar un juez en relación con esa u otras mentiras (por hablar en castellano claro) de las que la Prensa especializada se nutre de manera habitual. Conseguir quizá una rectificación al cabo de anos y cuando todas las fases del proceso o procesos han refrescado cada vez la información falsa, dando más publicidad al hecho nocivo para el sujeto atendido por el medio.

Y si la información es verdadera o hay en ella elementos verdaderos, ¿cómo se defiende un sujeto de lo que puede ser su hunclimiento familiar, social o profesional? Pero es que hay supuestos en que el sujeto huye de toda notoriedad precisamente porque le abruma la posible publicidad de algo que las leyes no condenan; de nada le servirá si es una pieza el(, valor que puede alimentar ventas o difusión. ¿Qué puede hacer ante la información que hace público lo que estaba oculto?

La recomendación de los expertos suele ser la de callarse, esperar que pase el chaparrón y buscar las vías discretas de defensa, si es que se puede. A estos efectos son expertos los que han precedido en la conclición de víctimas de esos medios de comunicación. especializados o no, públicos o privados.

La desigualdad de fuerzas entre los individuos (aún muy poderosos) y cualquier medio de comunicación que les haga objeto de sus atenciones es tremenda. Empezando por el hecho de que, ante la opinió . cualquier medio, aun de los más infectos, tiene normalmente un plus de credibilidad respecto del sujeto contemplado, es la creclibilidad genérica de los medios -¿cómo se van a atrever, a decir algo que no tenga que ver con la verdad?-, y siempre, o casi siempre, el agredido resulta de hecho emplazado ante esa opínión a probar que no es cierto lo que el medio dice; sutil técnica de inversión de la cargade la prueba que hace del agredido, en la mente de bastante gente, acusado obligado a probar la falsedad ajena, en vez de ser el acusador el obligado a probar la verdad propia. Algunas situaciones son patéticas. En la vida real, la presunción de inocencia es una entelequia. Y no digamos no va el derecho a la intirnidad. sino el más elemental y, previo a no ser perturbado en la paz personal, en la tranquilidad para el. disfrute o padecimiento de la vida.

El resultado es, por un lado, de desamparo de numerosos sujetos. Por otro, de corrompida confusión en el mundo de los

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medios de comunicación. Todo se liga como las cerezas en el cesto. Existen medios que viven y prosperan, en gran parte, mediante el ejercicio de estas agresiones opresoras, y ésa es precisamente su razón de ser y la única sustancia de su honesto negocio. Los agredidos o los que con prudente conclusión se consideran en el grupo de alto riesgo, si pueden (y los más poderosos, como su nombre indica, pueden más, aunque a veces también tienen mayor riesgo), buscan coberturas mediante el pago de publicidad o la toma de, participaciones, o la compra, elegante o zafia, de voluntades, plumas y ordenadores. Los titulares del poder político utilizan a veces los medios públicos para interesadas descalificaciones personales. Aunque no la única, ésta es una de las razones que determinan la proliferación en ese mundo de tantas y tan admirables inversiones a fondo perdido, contraste terminológico que expresa bien la aberración práctica. En el reino del desamparo aparecen las técnicas privadas de defensa. Se crean clientelas, cuadras (denominación ofensiva para los equinos) y casi falanges personales. Corre el dinero, vuelan las influencias, se movilizan las amistades.

Claro que hay medios y medios. Los hay que quieren ganar dinero informando y los hay que quieren ganar dinero satisfaciendo el resentimiento, la envidia, la frivolidad o la mera curiosidad de la gente por las vidas ajenas, y por cuyas satisfacciones pagan cantidades módicas en los quioscos o nopagan nada, pero escuchan radios y televisiones. Los hay que son instrumentos de otros designios y los que lo son sólo de las decisiones de sus titulares. Los hay públicos -y se dice que al servicio del público que están al servicio de los intereses (aunque no sean personales) de sus detentadores. Pero, ante mucha gente, unos y otros andan quizá excesivamente revueltos; basta con repasar los espacios publicitarios de los más serios. La consecuencia puede ser la pérdida de credibilidad de todos, pero especialmente de los honestos; los otros no la necesitan del mismo modo: viven de su peculiar fama y de la credibilidad ajena, y por eso acumulan ventas y negocio. Además, los medios decentes también son, naturalmente, objeto de chantaje, afanes instrumentalizadores y toda suerte de asechanzas. Y también se han dejado llevar a veces por la tentación del abuso fácil.

Todos, decentes y no decentes, se amparan en ese derecho tan esencial a la libertad como es el de la libertad de información. Pero algunos utilizan el derecho a informar como un medio de oprimir; con habitualidad o de cuando en cuando, éstos suelen esgrimir también, para colmo, una función redentora de la suciedad ambiente.

Yo no sé muy bien qué hay que hacer. Ni siquiera sé si hay que hacer algo que no sea aguantarse o manejarse en esta selva intrincada. No me fio mucho de las soluciones legales, porque hemos judicializado tanto la vida española que al final se ha creado este atasco que deja tantas normas de verdad en aguachirle. Pero lo que sé es que si algunos medios estiman en algo su credibilidad, por razones económicas o éticas, ovocacionales, y si estiman en algo su libertad esencial como tales medios, tendrán que tomar la iniciativa y establecer (y cumplir) unas pautas de conducta que exijan, entre otras cosas, el justo respeto a las personas que con sus dichos y hechos dan sustancia noticiable a las noticias.

Porque no se trata de que resplandezca la verdad. Eso sería demasiado. Se trata de que no viva en el temor la gente que no debería tener nada que temer. Se trata de que desaparezca esta, para muchos, angustiosa forma de opresión. Se trata de que nos dejen en paz. Y para ello es necesario, entre otras cosas, que el público aprenda a distinguir la bazofia a primera vista.

Jaime García Añoveros es catedrático de la universidad de Sevilla y ex ministro de Hacienda.

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