Tribuna:

Floreros

Ella siempre fue distinta a todos nosotros. Saludaba al profesor agarrándose la falda con los dedos y sabía sentarse con gracia modernista mientras los demás nos disolvíamos en el barrizal de las porterías. Tenía clase. Y eso es algo que se aprende antes que las palabras, tal vez en la lectura de los encajes de la cuna o en ese lento degustar de biberones que forma con el tiempo mejillas ahuecadas y boquitas besuconas. La encontré ayer flotando entre las últimas copas de la madrugada. Esbelta aún como una cariátide y yo, como en el patio de nuestra adolescencia, con la camisa desarbolada y la ...

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Ella siempre fue distinta a todos nosotros. Saludaba al profesor agarrándose la falda con los dedos y sabía sentarse con gracia modernista mientras los demás nos disolvíamos en el barrizal de las porterías. Tenía clase. Y eso es algo que se aprende antes que las palabras, tal vez en la lectura de los encajes de la cuna o en ese lento degustar de biberones que forma con el tiempo mejillas ahuecadas y boquitas besuconas. La encontré ayer flotando entre las últimas copas de la madrugada. Esbelta aún como una cariátide y yo, como en el patio de nuestra adolescencia, con la camisa desarbolada y la piel tiznada por la noche excesiva.Ella se dedicaba a dar clases de clase, ese valor intangible que había conservado en los algodones de la juventud. La asignatura se llamaba "protocolo" y sus alumnas eran mujeres nacidas como ella que algún día creyeron que la tierra era Ibiza y que las naranjas debían de pelarse a dentelladas como si la vida fuera néctar y el amor, confitura. Ahora acudían a las lecciones de modales para reciclarse de tanta rebeldía asilvestrada. Sus maridos, livianos enanitos de la banca o gazapillos emergentes de la madriguera funcionaria, habían descubierto la elegancia social de los salones y esperaban de ellas el barniz de las conversaciones vacuas, la lenta exhalación de los perfumes, el incruento malabarismo de la fruta. A veces basta saber las añadas de Rioja para que se nos disculpe una cultura apolillada.

Las alumnas del siglo se agitan en sus pupitres. También ellas temen no seguir la fulgurante carrera de sus pequeños dueños infatuados. Han visto cómo aquellas antiguas cenas de amiguetes, con el porro circulante y el plato rebañado, cedían el paso a las gincanas de la apariencia. Se las ve a la luz temblorosa de los candelabros de alpaca en un trágico ballet de sumisiones. Soñaron ser princesas, pero prefirieron ser floreros. Y su felicidad depende ahora de esos silencios hablados, de algún comentario agudo entre la farsa roma, de esa naranja deslizante entre el tenedor y el ridículo, entre el éxito del marido y la mujer incompleta.

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