Editorial:

El gran provocador

POCAS VECES una personalidad como la de Salvador Dalí ha marcado más profundamente una época y un estilo de vida. Con su muerte desaparece no sólo uno de los mitos culturales del siglo XX, sino, también, uno de sus más preclaros provocadores. La sensibilidad que distingue a un auténtico artista de cualquier remedo es la de intuir con su obra el devenir inmediato de sus conciudadanos. Pues bien, Salvador Dalí demostró con creces esa portentosa intuición, esa inexplicable capacidad para trascender su entorno, proyectando sus creaciones en un tiempo y un espacio asequibles sólo a los elegidos por...

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POCAS VECES una personalidad como la de Salvador Dalí ha marcado más profundamente una época y un estilo de vida. Con su muerte desaparece no sólo uno de los mitos culturales del siglo XX, sino, también, uno de sus más preclaros provocadores. La sensibilidad que distingue a un auténtico artista de cualquier remedo es la de intuir con su obra el devenir inmediato de sus conciudadanos. Pues bien, Salvador Dalí demostró con creces esa portentosa intuición, esa inexplicable capacidad para trascender su entorno, proyectando sus creaciones en un tiempo y un espacio asequibles sólo a los elegidos por el talento.La propia biografia del pintor es ya signíficativa de las estructuras educativas del país que le vio nacer: fue expulsado de todas las instituciones escolares en las que se matriculó y, naturalmente, de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Adscrito visceral y espiritualmente al surrealismo, Dalí tuvo, probablemente, la fortuna de ser trasterrado por la nueva Academia de André Breton. Provocar a los surrealistas, y hacerlo con un cuadro, es tarea de titanes. El gran provocador demostró, una vez más, su coherencia. Y es precisamente esa rebeldía constante la que promovió los mayores ataques contra su persona y su obra. En esto también rompió los moldes: fue atacado por todas las ideologías posibles. Desde quienes le acusaron de tener unos conceptos religiosos próximos al delirio -él, que aportó a las vanguardias artísticas de los años treinta el método paranoico-crítico, tan apreciado por el entonces joven Jacques Lacan- hasta quienes no encontraron otro argumento que el de su fanático amor por el dinero. El tiempo le dio la razón, para bien o para mal, y hoy asistimos a la colectiva mitificación del triunfo del dinero por parte de todas las sociedades democráticas desarrolladas, incluidas aquellas que tienen Gobiernos socialistas. Hay que reconocer que el amor de Dalí por el vil metal ha sido, hasta la fecha, más enriquecedor para el resto de sus conciudadanos que buena parte de las fortunas amasadas al amparo de la especulación. Sus ideas políticas -anticomunista radical- no pueden desligarse tampoco de esa fascinación por subvertir lo establecido, incluidas las ideas en boga en la íntelligentsia de la Europa de los cuarenta.

Tras su muerte, el recuerdo de la lenta agonía del hombre no debería ensombrecer el mérito del artista, como las justas sospechas sobre las prácticas de su entorno comercial no deberían ocultar una generosidad personal sin precedentes. Nunca un artista español fue tan espléndido con su país en vida, ni ninguno le superó en generosidad tras la muerte. La polémica sobre el supuesto enriquecimiento de los hombres que rodearon a Dalí ha dejado en un segundo plano sus sucesivas donaciones al pueblo español. La creación -del Teatro-museo de Figueres, la cesión de más de 600 obras a la fundación pública Gala-Dalí con sede en Figueres y la entrega de otras 150 telas al propio Ayuntamiento de la capital ampurdanesa tienen muy pocos antecedentes en la historia del arte español. La cesión en testamento de todos sus bienes al Estado y a la Generalitat de Cataluña, a partes iguales, tampoco.

El triunfo definitivo de todo artista no viene dado por las críticas de los especialistas, ni por las bendiciones de los mandarines de la cultura. El éxito arrollador de Salvador Dalí lo demuestra anualmente el número de visitantes de su Museo de Figueres y las muchedumbres que asistieron, deslumbradas, a las antológicas de París, Moscú, Londres o Madrid. Todas las expulsiones quedaron en el baúl de los disparates ante la plenitud de una obra formalmente realista que mostró la ambigüedad de las apariencias cotidianas y la enorme belleza que pueden poseer.

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