Tribuna:

Compañeras

Aún es posible encontrarlos en los vestíbulos de algún cine o en las riberas de las manifestaciones. Llevan el puño en una mano y en la otra la mirada sorprendida y curiosa de la que podría ser su nuevo y gran amor. "Te presento a mi compañera", dicen con la prosodia de los manifiestos. Y la susodicha compañera, que tal vez nació para princesa del mundo y se quedó en interina de la vida, encaja su nuevo título y dibuja una sonrisa notarial que garantiza la felicidad futura del compañero.En estos compañeros rebotados subsisten los vestigios orales de una generación que a fuerza de espera...

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Aún es posible encontrarlos en los vestíbulos de algún cine o en las riberas de las manifestaciones. Llevan el puño en una mano y en la otra la mirada sorprendida y curiosa de la que podría ser su nuevo y gran amor. "Te presento a mi compañera", dicen con la prosodia de los manifiestos. Y la susodicha compañera, que tal vez nació para princesa del mundo y se quedó en interina de la vida, encaja su nuevo título y dibuja una sonrisa notarial que garantiza la felicidad futura del compañero.En estos compañeros rebotados subsisten los vestigios orales de una generación que a fuerza de esperar hechos se refugió en las palabras. El compañero era un petardo verbal que se introducía en los intersticios de la muralla matrimonial para demolerla. Aparentemente no hay compañía más efímera que la de los compañeros, y el placer efímero es el envés de la longevidad de la rutina. Debíamos ser tan jóvenes entonces que llegamos a inventarnos un parvulario para estrenar el amor cada mañana, y bastaba llamarlas compañeras para que sus cuerpos indecisos y agostados parecieran las botellas del lechero sobre el felpudo de la puerta. Incluso nos convencimos de que no siendo de nadie eran más nuestras y que las compañeras destilaban ese afecto liviano de todos los tránsitos. Creímos compartir la cama como quien guarda la vez en una cola. El azar nos había presentado y la necesidad era cosa de pensionistas del beso.

Pero ya es sabido que el lechero siempre llama dos veces y a la tercera se va con su mercancía. Es entonces, en la soledad letal de los amaneceres, cuando descubrimos que los gestos cotidianos crean más erosión que las palabras y que la independencia sentimental sólo sirve para crear nuevos vínculos de dependencia. Pretendimos llamarlas compañeras para camuflar nuestra necesidad ancestral de esposas y de madres. Y ahora, cuando vuelven las bodas de blanco y los hijos hablan sin recato de sus novias, algunos mantienen la fidelidad a la palabra y dicen: "Aquí, mi compañera". Compañera, tal vez; pero nunca una mujer será de nadie.

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