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Pues bien, ya se pasó la huelga. Y ahora nos queda lo más crudo, a saber, esa resaca de mentes preclaras que se ocupan, con insistencia agotadora, en el análisis sesudo del asunto. Se hacen encuestas de urgencia y cábalas numéricas para explicar las causas de ese tremendo paro; y los expertos se intercambian porcentajes de tipos amedrentados por los piquetes, de sindicalistas puros y de ciudadanos cabreados como quien cambia cromos. Y entre tanto frenesí especulativo ha pasado de puntillas, prácticamente inadvertido, un suceso clarificador y primordial, esto es, el somero bofetón recibido por ...

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Pues bien, ya se pasó la huelga. Y ahora nos queda lo más crudo, a saber, esa resaca de mentes preclaras que se ocupan, con insistencia agotadora, en el análisis sesudo del asunto. Se hacen encuestas de urgencia y cábalas numéricas para explicar las causas de ese tremendo paro; y los expertos se intercambian porcentajes de tipos amedrentados por los piquetes, de sindicalistas puros y de ciudadanos cabreados como quien cambia cromos. Y entre tanto frenesí especulativo ha pasado de puntillas, prácticamente inadvertido, un suceso clarificador y primordial, esto es, el somero bofetón recibido por el señor Miguel Boyer.Los antiguos pedagogos cantaban las excelencias educativas del tortazo, y se diría que, al menos por esta vez, tenían ciertas razones para ello. Verán ustedes, no es nada personal, como no son personales las metáforas. Estaba don Miguel en plena gloria de su mismidad simbólica, es decir, de prohombre de la patria soltando un rollo ante una manada de ejecutivos, cuando se le acercó el pueblo y le atizó un cachete correctivo. El pueblo, ya se sabe, gasta a veces unos modos una pizca cerriles y poco finos.

No fue la mejilla real de don Miguel la receptora de las ansias vengativas, sino su mejilla representativa y oficial. Fue el moflete de la economía, materia de la que él fue ministro; de la banca, en donde ha sido presidente; de los nuevos tiburones financieros, a los que sirve en la actualidad como buen paje. Fue la mejilla de porcelana alicatada de la Preysler, quien, a su vez, no es más que un símbolo de símbolos, la espuma del mundo light, de los malabaristas del dinero. Quizá Boyer y su señora sean en realidad tan profundos como Kant y tan austeros como el santo Job, pero en su imagen se abofetea la inconsistencia, el deshuesamiento de los valores éticos, el desahogo prepotente y el mucho morro. Llegó el pueblo, encendido por el triunfo del 14-D, y le arreó un didáctico capón a los señoritos. Que los analistas se dejen de análisis: esa bofetada es la explicación, la sustancia misma de la huelga.

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